Columna de Opinión

POLÍTICOS, DIPLOMÁTICOS Y MILITARES

LAS OPINIONES DE ESTA COLUMNA DE OPINIÓN SON DE RESPONSABILIDAD DE SUS AUTORES Y NO REFLEJAN NECESARIAMENTE EL PENSAMIENTO DE UNOFAR

La desprestigiada clase política actual podrá seguir cometiendo desaguisados como el que acabamos de ver y que –por desgracia? en vez de alejarnos de las posibilidades de un conflicto armado podrían estar acercándonos a ello. Igualmente, seguiremos soportando la presencia de ignorantes conceptuales a cargo de las relaciones exteriores y de la dirección civil de la defensa nacional, lo que por fortuna pareciera que no será tan grave en el gobierno que llega como lo fue en el que nos deja.

El reciente fallo de la Corte Internacional de La Haya ha dejado en evidencia una vez más el divorcio
existente entre la clase política nacional y su responsabilidad en el ámbito político-estratégico. Así, gracias a la
desidia, negligencia, torpeza o –simplemente− ignorancia conceptual, hemos sido objeto del cercenamiento de
parte de nuestro patrimonio, en beneficio de un tercero que de un pasado humillante ha aprendido lo que significa
la seguridad nacional y la estrategia necesaria para su materialización.
Con certeza, podemos decir que aquello que los militares han conquistado con su sangre, los malos
políticos lo han derrochado en aras de intereses mezquinos y cortoplacistas, incluso –como ha ocurrido en este
caso− aquellos cubiertos de un manto puramente mercantilista. Un analista nacional planteaba hace unos días que
“Chile es mucho más que Lan y Fallabella”. Creo −sin embargo− que no todo nace del cálculo del valor futuro de
las acciones invertidas en la empresa de un mal vecino. La raíz del problema radica en la supina ignorancia acerca
de la conducción político-estratégica de un estado y en el desprecio por todo lo que huela a “militar”, concepto
entronizado en nuestra clase dirigente a partir del llamado “retorno a la democracia”. Es allí donde nace la causa
de fondo de la desatención puesta a los problemas limítrofes y a sus consecuencias futuras, dejando el espacio que
requieren los hábiles políticos de nuestros países vecinos para asentar las bases de sus propios intereses. Debido a
ello, nos hemos ido acostumbrando al profundo desinterés mostrado hacia las dos herramientas que aseguran
nuestra supervivencia como estado frente a las presiones geopolíticas de origen externo, brindándonos
profundidad histórica: las Fuerzas Armadas y el Servicio Diplomático.
En el caso del servicio exterior, es evidente que la designación de cargos diplomáticos es utilizada por los
gobiernos como un medio de pago de favores políticos o para alejar de la contingencia interna a algún actor que
pueda amenazar o incomodar la hegemonía de quien ha alcanzado el poder. Salvo algunas honrosas y escasas
excepciones, nuestros excelentes profesionales diplomáticos de carrera se han visto relegados por años a ocupar
cargos secundarios, desperdiciándose así su valiosa experiencia en el servicio exterior, acumulada a través de los
años y nacida de una cuidadosa y completa formación teórica en las delicadas materias que competen a éste. De
este modo, las sensibles actuaciones de nuestra diplomacia se han ido alejando de la histórica doctrina diplomática
chilena, la que alguna vez fuera considerada como un ejemplo por los demás países del orbe. Esta verdadera
escuela del servicio exterior ha ido siendo reemplazada por una corte de aficionados, en la que cualquiera persona
ajena al servicio diplomático puede llegar a ocupar cargos de embajador o incluso de ministro y donde nuestras
autoridades políticas llevan a cabo actos de estado, tales como condecorar a personalidades extranjeras, sin el
menor análisis previo de las razones para hacerlo y de los efectos esperables de ello. Se demuestra así que las
autoridades de turno no parecen comprender que en el mundo diplomático nada ocurre sin una razón y que cada
paso que se da debe ser cuidadosamente estudiado antes de ejecutarlo o siquiera anunciarlo, puesto que
inevitablemente contendrá un mensaje encriptado, con un significado interpretable por el entorno que lo reciba,
generando consecuencias que debieran ser proyectadas o previstas adecuadamente.
A esta demostración de torpe ingenuidad, se suma el desmantelamiento de una instancia constitucional
que en su origen buscaba justamente evitar que el ejecutivo de turno llegase a desmarcarse de los Objetivos
Nacionales Permanentes, conduciendo las relaciones exteriores a su antojo, como ha ocurrido en el caso actual.
Hasta la modificación constitucional introducida por el gobierno de Ricardo Lagos, era el Consejo de Seguridad
Nacional (COSENA) el encargado de representar al Presidente de la República cualquier materia que pudiese
afectar a la seguridad presente o futura de la nación, con capacidad de auto-convocarse ante la sola voluntad de
dos de sus miembros. Para ello, era integrado por los representantes de los reales poderes nacionales, esto es: el
Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial y los Comandantes de Jefe de las FF.AA. y de Orden, siendo su secretario el Jefe
de Estado Mayor de la Defensa Nacional, hoy Jefe de Estado Mayor Conjunto, con rango de comandante en jefe. El complejo innegable de los políticos frente al mundo militar y su persistente odiosidad hacia quienes
−junto con evitar que sus desaciertos nos llevaran a una guerra civil− les enseñaron cómo encaminar el país hacia
el desarrollo, consiguió que la noble función del COSENA fuese relegada a un tercer plano, como ha quedado en
evidencia ante el hermetismo con el que el mandatario actual y su canciller manejaron el tema de las relaciones
con Perú, hasta que –asustado por lo que podía pasar y en el último minuto− lo convocara para intentar compartir
culpas y diluir su responsabilidad. Llama la atención que la clase política –siempre atenta a las oportunidades para
sacar ventaja de su oponente− no haya decodificado el significado de que el Presidente haya dispuesto que no se
levantara un acta de la reunión del COSENA, algo absolutamente irregular y que desnaturaliza la condición de una
actividad del más alto nivel del Estado. ¡No es posible que no haya quedado constancia escrita de las posiciones y
planteamientos de cada uno de sus integrantes, lo que constituye una violación grave de su rol constitucional! Lo
irregular del caso y la ridícula disculpa dada en el sentido de que se buscaba evitar que se filtrara lo allí tratado,
hacen pensar en que al primer mandatario no le gustó lo que le dijeron y no quiso que quedara una evidencia
histórica que registrara la magnitud de su eventual irresponsabilidad cívica.
La clase política no escatima esfuerzos para dividir a la ciudadanía del mundo militar, pero –al igual que en
el pasado− ésta terminará reconociendo la lealtad de los uniformados y su irrenunciable fidelidad a la Patria de
todos, no el pretendido servilismo monárquico hacia quienes dirigen el gobierno solo por cuatro años. El mayor
error de la clase política es seguir creyendo que con las medidas discriminatorias hacia los militares y su soberbia
ostentación de la autoridad formal que ejercen sobre ellos podrán conseguir que se alejen de su sagrada misión de
defender los reales intereses de la Patria. ¡Ojo con la historia! Ella enseña que cada vez que el mundo político pone
en peligro la existencia del Estado, es decir: su Nación, el Territorio o la Soberanía, los militares no se limitan a
esperar por ello, anticipándose en función de su superior obligación de velar por su supervivencia, para el bien de
todos sus ciudadanos, sin excepción.
La desprestigiada clase política actual podrá seguir cometiendo desaguisados como el que acabamos de ver
y que –por desgracia− en vez de alejarnos de las posibilidades de un conflicto armado podrían estar acercándonos
a ello. Igualmente, seguiremos soportando la presencia de ignorantes conceptuales a cargo de las relaciones
exteriores y de la dirección civil de la defensa nacional, lo que por fortuna pareciera que no será tan grave en el
gobierno que llega como lo fue en el que nos deja. Lo que pero jamás conseguirán, sin embargo, es que los
militares subordinen su fidelidad a la Patria a los mezquinos intereses de un mundillo político decadente, ejemplos
patentes de la carencia de cultura cívica y del irrespeto por las doctrinas nacionales que –superando las
contingencias y coyunturas− nos han dado la condición de nación soberana.
Ante los hechos vistos en esta actuación propia de una republiqueta −como nos calificó el condecorado
Alan García− la comunidad nacional y los pocos dirigentes que comprenden la gravedad del asunto debieran
promover una profunda revisión del rol del COSENA y de las excesivas atribuciones del ciudadano-presidente ante
temas de relaciones exteriores, poniendo término a una farra que ha permitido la comisión de verdaderas
traiciones a la Patria por parte de algunos “iluminados”. El servicio exterior debe regresar a las manos expertas de
quienes saben cómo conducirlo y−por último− la clase política debiera por fin aprender la lección, asegurando el
término del trato degradante de todo lo que huela a militar, dejando ya de discriminarlos en todo sentido, incluso
en el asimétrico e injusto trato jurídico que se les brinda en la actualidad. Solo así podremos seguir avanzando
como una nación soberana, manteniendo vivo en todos nuestros ciudadanos el interés por defender un territorio
que –con su sangre− nos legaron nuestros antepasados, aquellos que hoy deben estar llorando en sus tumbas por
la innecesaria y estúpida pérdida de parte del patrimonio marítimo heredado de Prat y sus marinos.
29 de Enero de 2014
Patricio Quilhot Palma