Columna de Opinión

¡CAMBALACHE! por Cristián Warnken (El Mercurio, Columnistas, 09/09/2021) y “PUEBLO” por Adolfo Ibáñez (El Mercurio, Columnistas, 13/09/2021)

¡CAMBALACHE! por Cristián Warnken (El Mercurio, Columnistas, 09/09/2021) y “PUEBLO” por Adolfo Ibáñez (El Mercurio, Columnistas, 13/09/2021)
Las opiniones en esta columna, son de responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente el pensamiento de la Unión de Oficiales de la Defensa Nacional
La fe pública ha sido otra vez dañada, esta vez por los “salvadores”, los “buenos”. Ahora empiezo a entender (antes lo encontraba demasiado severo) por qué Roger Scruton, filósofo inglés, tituló su libro sobre la “nueva izquierda”: “Locos, impostores, agitadores”. ¿Cómo esto va a impactar en la ciudadanía? ¿Estallará de nuevo? ¿Volverá a confiar y a “aprobar”? No lo sabemos: por algo lo llaman el “misterioso” pueblo de Chile.

Una nueva forma de negacionismo parece instalarse entre algunos miembros de la Convención Constituyente: el de la negación del devastador efecto que puede tener la mentira en la fe pública.
La decepción de los ciudadanos al comienzo es silenciosa, pero se va acumulando y finalmente estalla. Es lo que pasó en octubre de 2019: las mentiras de unas élites política y económica frívolas y superficiales, haciendo vista gorda de abusos y también de mentiras, socavaron la confianza del pueblo en la democracia y nos colocaron al borde del abismo.
La multitud (el “misterioso pueblo” del que habla Hugo Herrera) copó las calles ante el estupor y la incredulidad de los dirigentes más altos de nuestro país que comían pizza mientras las ciudades ardían.
Se inventó una fórmula de salida: llamar a un plebiscito para redactar una nueva Constitución, como una manera de reconstruir o construir un nuevo pacto social, severamente dañado.
La multitud dejó la calle y acudió a las urnas, dando un ejemplo de civismo ejemplar: demostrando que todavía ese pueblo necesitaba creer, le dio otra oportunidad a esa élite política de poco espesor político e intelectual, cuya credibilidad pendía de un hilo y le compraron la fórmula de salida de la crisis.
La Convención nació, entonces, para sanar la herida abierta de la fe pública dañada. Hoy esa fe pública ha sido severamente dañada de nuevo, pero ahora por la nueva élite: los que —después de mostrar una fervorosa participación en la primera línea del estallido— vinieron a sentarse a los sillones de cuero de la antigua élite, en un palacio (el Pereira) de antiguas reminiscencias republicanas.
Pero la nueva élite constituyente fue más veloz en llegar a la desmesura que sus antecesores, la “casta” (así la llamaron) contra la que desataron su resentimiento incontenible. De una desmesura pasamos a otra.
Primero se apoderaron de la palabra “pueblo”, que terminaron por mancillar con sus abusos y mentiras. Luego hicieron, el día de la instalación de la Convención, una especie de “happening” histérico, un saludo a la bandera a la “calle”, oportunista y populista.
Luego, insinuaron que era mejor deshacerse de la noción de “república”, sin informarse antes de lo que significaba históricamente ese concepto. Y en una comisión de “ética” redactaron un reglamento para castigar el negacionismo, un reglamento asfixiante y totalitario propio de una dictadura talibana, más que de un órgano constituyente.
Entre medio hicieron “primarias” fallidas y dedocráticas, levantaron y bajaron candidatos de una manera rocambolesca y casi digna del teatro del absurdo.
Y, por último, descubrimos que su candidato finalmente ungido había sido inscrito con firmas falsas en la notaría de un notario muerto.
“La nueva élite constituyente fue más veloz en llegar a la desmesura que sus antecesores, la “casta” contra la que desataron su resentimiento incontenible”.
Pero faltaba el último acto de este sainete popular: el convencional símbolo y “performer” número uno de la victimología hoy de moda (de la que se abusa para ganar cuotas de poder, más que para reparar injusticias) reconoció que su enfermedad —base de todo su discurso político y de su elección como constituyente— era mentira.
¡Cambalache!: “el que no llora no mama/ y el que no funa es un gil”.
Y aquí estamos: con una directiva de la Convención haciendo una declaración tibia, casi negligente, dada la gravedad de un hecho que puede ser devastador para todo este proceso democrático.
Las dos élites (la vieja y la nueva) empiezan a parecerse: en sus mentiras, en su soberbia para rechazar todo intento de críticas, en su condescendencia con la decadencia.
La fe pública ha sido otra vez dañada, esta vez por los “salvadores”, los “buenos”. Ahora empiezo a entender (antes lo encontraba demasiado severo) por qué Roger Scruton, filósofo inglés, tituló su libro sobre la “nueva izquierda”: “Locos, impostores, agitadores”.
¿Cómo esto va a impactar en la ciudadanía? ¿Estallará de nuevo? ¿Volverá a confiar y a “aprobar”? No lo sabemos: por algo lo llaman el “misterioso” pueblo de Chile.

PUEBLO

Adolfo Ibáñez

El Mercurio, Columnista, 13/09/2021

En la democracia el poder del pueblo ha desempeñado un papel protagónico desde que comenzó la lucha contra la “tiranía”, encarnada por los monarcas.
A partir de entonces, el pueblo sería el verdadero soberano. En ese momento nació el problema: ¿qué se ha entendido por pueblo, antes y ahora?
Primero fue la clase alta. No era fácil ponerlos de acuerdo entre las ideologías de la libertad y la necesidad del orden. Al poco tiempo se sumó la clase media y se dificultó el problema entre lo libertario y lo ordenado.
Poco después, cambios económicos y tecnológicos agregaron al escenario un enorme número de los trabajadores manuales (la mano de obra). Pero como estos últimos eran muchos, y apremiados por las necesidades básicas de la subsistencia y del trabajo, permitió a algunos pensar que necesitarían conductores y redentores, tarea para la cual se ofrecieron presurosos.
Pero la enorme complejidad social, rural y urbana, se escapaba de la simplificación que les acomodaba a estos mesías.
Así creció el concepto de pueblo y se fueron desdibujando sus contornos. La respuesta consistió en que los pretendidos conductores-redentores proclamaron la revolución para ganar a la multitud.
A veces triunfaban: pero no eran buenos para gobernar. De allí que, en ocasiones, la mayoría los echaba porque ya bastante tenían con trabajar y subsistir.
“En Chile es el mestizaje el fenómeno cultural que nos amalgama”.
Hoy han sido reemplazados por oportunistas que desprecian a las instituciones y a las personas: afirman que el pueblo lo forman solo los que aceptan sumisamente su voluntad y su protagonismo, con exclusión de todos los demás.
Por aquí llegamos a que hoy el pueblo parece constituir un fantasma ligado al fraccionamiento y a la imposibilidad de comunicarnos y de conformar una comunidad.
Para reforzar este carácter, la Convención Constituyente ha recurrido al plural: los pueblos.
Para imponer esta desunión, se ha planteado negar el pasado, de modo que desaparezcan los esfuerzos, logros, alegrías y penas en común que contribuyeron a formar el complejo amasijo que formamos en el presente.
En Chile es el mestizaje el fenómeno cultural que nos amalgama. Pero el trasfondo de lo mestizo es contradictor al mundo ilustrado con su racionalidad de corte matemático. Y como la democracia tiene que ver con esta última, no deben extrañarnos los altos y bajos en la lucha bise cular por imponerla.
Nuestras complejidades están más allá de las formas y de los discursos. Están en lo que podríamos llamar nuestra alma colectiva, siempre que ella exista.
Un aporte del  Director de la Revista UNOFAR, Antonio Varas C.