DERECHO A COMPRENDER (El Mercurio, Editorial, 08/01/2022)
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Si bien es entendible que el discurso público esté impregnado por visiones ideológicas y políticas, resulta complejo pretender modificar en función de ellas las formas de expresión y escritura, particularmente cuando se trata de normas y textos oficiales.
En permanente cambio y actualización, la lengua permite a las personas interrelacionarse, conformando una comunidad con una cultura común que traspasa generaciones.
Al decir del nuevo director de la Academia Chilena de la Lengua, Guillermo Soto, en reciente entrevista en Artes y Letras, “el lenguaje, al ser tan propio del ser humano, nos conecta con casi todas las dimensiones de lo que somos”. Sus formas, expresiones y vocablos van variando en el tiempo, pero siempre en función de contribuir a una mejor comprensión de lo comunicado.
Particular relevancia asume el lenguaje en una sociedad democrática, cuyas bases normativas deben ser aprehendidas por la ciudadanía; de allí la necesidad del uso de un lenguaje claro en sus leyes y regulaciones, para una transversal comprensión y apreciación.
El empleo de un lenguaje claro en el texto constitucional es un valor democrático |
En palabras de Soto, “una condición para vivir en democracia es que podamos entendernos” y para ello se requiere un lenguaje público directo, respetuoso, sin eufemismos ni vaguedades.
Preocupa así también el extendido mal uso del idioma, incluyendo el reiterado empleo de insultos y groserías por parte de autoridades y parlamentarios, las que debieran ser referente ciudadano en su comportamiento.
Si bien es entendible que el discurso público esté impregnado por visiones ideológicas y políticas, resulta complejo pretender modificar en función de ellas las formas de expresión y escritura, particularmente cuando se trata de normas y textos oficiales.
Como ha señalado la Real Academia Española, el llamado “lenguaje inclusivo” altera gravemente las reglas gramaticales básicas del idioma, afectando seriamente su comprensión y conservación, pudiendo derivar en un desperfilamiento del uso del lenguaje de manera forzada y artificial.
Al respecto, sorprende que, sin mayor análisis crítico, universidades y autoridades institucionales lo adopten en documentos oficiales y textos académicos.
Especial importancia adopta este tema cuando la Convención se apresta a redactar una nueva Constitución, texto que requiere definiciones que permitan enmarcar la institucionalidad democrática, evitando interpretaciones antojadizas. El básico “derecho a comprender”, como señala Soto, debe consagrarse mediante escritos accesibles para el ciudadano común.
Por lo mismo, el empeño de ciertos grupos por plasmar allí sus aspiraciones no debe llevar a la adopción de terminologías o formas de lenguaje que terminen oscureciendo su sentido.
La crítica generalizada a la “letra chica” en reglamentos y contratos también debe ser recogida. Ello demandará una redacción precisa, que no caiga en generalizaciones que intenten abarcar todos los ámbitos debatidos.
Se esperan de una Carta Magna lineamientos establecidos mediante un lenguaje claro, sobre los cuales construir la institucionalidad futura.