Carolina Herbstaedt M., Historiadora UAI
Academia de Historia Militar.
Después de las batallas de Chorrillos y Miraflores, ocurridas el 13 y el 15 de enero de 1881, se produjo la entrada a Lima de nuestro Ejército y, desde entonces y hasta la batalla de Huamachuco, la guerra pareció paralizarse.
Tras estas trascendentales acciones de guerra y su posterior entrada en Lima, Chile asumió que la guerra había terminado, pero no ocurrió tal cosa, sino que aquella pareció estancarse a ratos en combates y otras acciones muy menores que solo alargaban lo inevitable.
La ansiada paz no llegaba, debido a que no había gobierno con quien negociarla y esta fue la tónica que dominó la campaña de la Sierra, en la cual no se registraron grandes batallas, lo que no quiere decir que los encuentros entre los beligerantes hayan sido menos cruentos.
Tras la entrada en Lima se buscó negociar la paz con Perú, sin embargo, no había un gobierno establecido en el país al que dirigirse con este propósito. Así “pasan los meses y los años 1881 y 1882, sin que nadie en el vencido Perú aliente el cívico deber de formar un gobierno de verdad, que pacte con el vencedor, que firme la paz”. Con el gobierno peruano acéfalo y sin poder negociar tratativa alguna que asegurase la paz entre ambas naciones, Chile comenzó a sopesar sus alternativas y a decantarse finalmente por apoyar al general Iglesias, el más abierto a terminar cuánto antes la guerra, aunque ello implicase la pérdida de territorios para Perú, opción que no contaba con un apoyo decidido por parte de los demás sectores de este país.
Por este motivo, las tratativas de paz se alargaron en el tiempo y pronto las semanas de ocupación se transformaron en meses en los que poco se avanzaba. Al cabo de infructuosas negociaciones en las que ninguna de las partes llegaba a acuerdo, sobre todo por el destino de la provincia de Tarapacá, por fin hubo signos esperanzadores: el general peruano Miguel Iglesias se convenció de que la única manera de recuperar al Perú sería aceptando las condiciones chilenas.
Uno de los mayores detractores de la idea de la firma de cualquier tratado de paz que implicase cesiones territoriales para Chile, era el general peruano Andrés Avelino Cáceres, conocido popularmente como el “Brujo de Los Andes”.
Considerando las fuerzas de las que disponía y de la porfiada resistencia que oponía ante la ocupación chilena, era un factor importante que se debía neutralizar si se quería llegar a buen término. Cáceres había sido herido durante la batalla de Chorrillos, pero se las ingenió no solo para llegar a Lima y conseguir ayuda de los jesuitas (quienes lo ocultaron durante la duración de su convalecencia), sino además para huir hacia la sierra burlando todos los controles chilenos, en donde se estableció. “Su idea era levantar un ejército, con el cual emprendería la resistencia armada en contra del invasor chileno, comenzando así una guerra de hostigamiento y desgaste, de ataques relámpagos, para luego escalar a combates mayores”.
Chile solo lograría un acuerdo de paz si negociaba con el general Iglesias, cosa a la que Cáceres se opuso y buscó impedir por todos los medios, incluso si eso significaba la destrucción de Iglesias. Por lo tanto, Chile debió tomar medidas para proteger a este último, aunque fuese por las armas, si es que quería llegar a un acuerdo de paz. “En esas circunstancias, era necesario destruir el poder que había alcanzado Cáceres con 3.000 soldados en la Sierra central y Montero en la zona de Arequipa, donde todavía subsistía un ejército de unos 4.000 hombres, apoyado logísticamente por Campero desde Bolivia”.
En este contexto, se organizó una división de 6.500 hombres, dividida en tres fracciones, cuyos objetivos consistían en rodear, atacar y reducir al general Cáceres. Mientras estos movimientos se desarrollaban, un destacamento al mando del coronel Alejandro Gorostiaga, que protegía al gobierno de Miguel Iglesias, fue enfrentado y atacado por Cáceres en persona, cuyas fuerzas alcanzaban a los 3.000 hombres, en la localidad de Huamachuco, en circunstancias que las fuerzas chilenas solo ascendían a los 2.200 efectivos.
Gorostiaga había salido de esta ciudad el 9 de junio en una exploración hacia el sur, pero al percibir que aquellos desplazamientos podían revestir un serio peligro para la división de su mando, a lo que se agregaban las noticias de la cercanía del enemigo y el hecho de que podría estar rondándolo, determinó regresar a Huamachuco el 5 de julio.
Unos días después, se le unieron las agotadas fuerzas del destacamento al mando del comandante Herminio González, las que fueron recibidos con alegría, pues “no solo venía con refuerzos de hombres, sino que además traía una cantidad importante de tiros y municiones para las armas chilenas”. Se hicieron fuertes en la ciudad y se prepararon para lo inevitable.
“Al amanecer del 10 se dio inicio al combate imponiéndose las fuerzas de Gorostiaga que lograron poner en desbandada al ejército de Cáceres después de seis horas de lucha”. Durante los primeros momentos, el combate se mantuvo parejo. Tanto chilenos como peruanos se batieron a duelo a muerte, con ahínco y decisión, y aunque a ratos la visibilidad era poca debido al humo de los disparos, no perdieron empuje.
No obstante, tras cuatro horas de brava contienda, sin que la balanza de la victoria se inclinase hacia alguno de los dos lados, Cáceres vio una oportunidad y ordenó que entrara en combate su reserva, lo que habría sido la estocada final para los chilenos. “Este movimiento de tropas es visto desde la ciudad de Huamachuco como una señal de victoria peruana, lanzándose al vuelo las campanas de las iglesias”.
Todo pareció perdido para los chilenos, quienes tuvieron que aguantar esta nueva embestida, pero en ese momento… las fuerzas peruanas se quedaron sin municiones. En su entusiasmado avance, olvidaron fijar una línea logística que proveyese a sus soldados de los tiros necesarios, los cuales, tras horas de lucha, finalmente se agotaron.
Gorostiaga rápidamente se dio cuenta de la situación, y ordenó a todos los clarines y tambores chilenos que tocaran a degüello. “Los jinetes guiados por el sargento mayor Sofanor Parra bajan como celaje por la ladera del Sazón, chivateando como lo hicieran nuestros ancestros araucanos y haciendo temblar el suelo con los duros cascos del caballo chileno”.
Gorostiaga, sorprendiendo a sus tropas, cargó contra los enemigos junto con su Estado Mayor y con su ejemplo incitó a sus soldados a que lo siguieran. Había llegado el momento del combate cuerpo a cuerpo y fue entonces cuando la lucha se tornó encarnizada. Las fuerzas peruanas poco pudieron hacer para aguantar esta embestida y pronto huyeron en desbande, sin que los oficiales lograran contenerlos.
Al final de la batalla no hubo toma de prisioneros por parte de las fuerzas chilenas, las que fusilaron a todos los enemigos que pudieron apresarse, en consideración de la orden emanada desde Santiago de que no debían tomarse cautivos.
Ello, porque el Gobierno de Chile no reconocía a las fuerzas de Cáceres como tropas regulares y en consecuencia no estaban amparadas por el Derecho de la Guerra. De esta manera, el ejército del centro peruano quedó virtualmente aniquilado, registrando bajas de más del 50% de su gente.
La última gran batalla de la Guerra del Pacífico concluía con la victoria para las armas de Chile.