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Las necesidades vitales de los chilenos son muchas, pero a ver qué anarquista puede oponer algo que les haga el peso a los grandes ideales, algo que pueda llenar el corazón de un joven más allá de una calentura ideológica; a ver qué fanático logra sostener sus desvaríos más allá del lapso de una protesta o de un bombazo.
” ‘Anárquicos y fanáticos’. Practican la ‘intolerancia’ y una ‘violenta irracionalidad’. Este no es el lenguaje habitual de un obispo. Solo lo utiliza cuando hay algo muy serio en riesgo…”
El asalto a la catedral de Santiago es solo una triste anécdota, en medio de una realidad aún mucho más dramática. Si monseñor Ezzati ha tenido que usar expresiones como “anárquicos y fanáticos”, y sostener que esas personas practican la “intolerancia” y una “violenta irracionalidad”, es porque se ha llegado a un punto de especial gravedad. Este no es el lenguaje habitual de un obispo. Solo lo utiliza cuando ve con claridad que hay algo muy serio en riesgo.
¿La libertad religiosa? ¿La seguridad del culto? Mucho más que eso, sin duda. Lo que ha quedado al descubierto, una vez más, es que hay fuerzas en Chile que simplemente no van a claudicar en su afán por destruirlo todo: orden, diálogo, legalidad, vida, racionalidad, paz, familia, religión.
Al mismo tiempo, el Papa Francisco llamaba en Brasil a los católicos jóvenes a ser protagonistas, a no meterse en la cola de la historia, a jugar adelante siempre. “Quiero que la Iglesia salga a la calle”, les decía a esos millones de personas que, en vez de asaltar inmuebles, llenaban pacífica y fraternalmente una de las playas más famosas del mundo. Entre ellos, había 10 mil chilenos.
La disyuntiva está planteada.
Nadie está mejor posicionado para cambiar para bien el rumbo del país que esos 10 mil católicos jóvenes: han recibido un mandato que los obliga a mucho; ante todo, a reconocer que existe un conflicto que los afecta. La sola posibilidad de que vuelvan a Chile solo para refugiarse en sus propios mundos y cultivar ahí sus vidas resulta repugnante. Sería el desperdicio de todo lo que se ha invertido en ellos. A la calle los ha mandado el Papa.
O sea, tendrán que asumir que se les pide entrar en unas relaciones muy complicadas justamente con quienes usan métodos del todo reñidos con las convicciones de los católicos jóvenes. Porque mientras estos rezaban y cantaban en Copacabana, otros destrozaban y agredían en Santiago; mientras unos se formaban para el diálogo, otros practicaban la violencia. Y es justamente entre esas dos mentalidades que debe trabarse la discusión.
No será nada fácil, pero la ventaja de los católicos jóvenes está en que cuentan con varias armas que, si son coherentes y constantes, resultarán decisivas: saber oír, saber argumentar, saber comprender y saber perdonar. Cada una de esas actitudes es un eslabón imprescindible en la cadena con la que un católico joven puede lograr cambiarle la cara al clima de creciente agresividad con que unos pocos quieren marcar el rumbo de Chile.
Oír y argumentar, en primer lugar, porque después de escuchar, los católicos jóvenes pueden pasar a la ofensiva con mucha facilidad. Pueden dejarse ya de quejumbres y lamentos, para plantear hoy mismo los grandes ideales que expanden la vida, la familia, la libertad, la amistad, la ciencia, la entrega, la educación.
Las necesidades vitales de los chilenos son muchas, pero a ver qué anarquista puede oponer algo que les haga el peso a los grandes ideales, algo que pueda llenar el corazón de un joven más allá de una calentura ideológica; a ver qué fanático logra sostener sus desvaríos más allá del lapso de una protesta o de un bombazo.
Para comprobarlo, ciertamente los católicos jóvenes tienen que buscar el enfrentamiento conceptual. En los centros de alumnos, en las ONG, en las actividades recreativas, en los partidos políticos: ahí, argumento contra argumento, iniciativa contra iniciativa, podrán demostrar que una Jornada Mundial de la Juventud deja huella, marca, mueve al heroísmo cotidiano.
La profanación de la catedral de Santiago no ha sido más que una dolorosa oportunidad para que se compruebe cuánta falta hace su vitalidad comprometida.