LA FRANJA DEL AMOR, ¡QUÉ BANALIDAD!
El Mostrador, Opinión, 09/08/2022
Las grandes palabras, aquellas que son o reputamos importantes –y “amor” es una de ellas– tanto pueden salvarnos como extraviarnos.
Salvarnos cuando las empleamos de forma apropiada, y extraviarnos cuando las utilizamos de forma descuidada, negligente, interesada o, simplemente, oportunista. Esto último es lo que está ocurriendo a raíz del empleo de la palabra “amor” en ambos espacios de la franja televisiva relativa al plebiscito de septiembre próximo.
Se trata de una palabra que se repite tanto en la franja del Apruebo como del Rechazo, como si votar lo uno o lo otro constituyera un acto de amor. ¿A cuáles publicistas, de lado y lado, pudo ocurrírseles semejante idea? Bueno, debe ser a los mismos que no vacilan en promover una marca de margarina en nombre del amor que los padres deben a sus hijos.
Una propuesta de nueva Constitución, como ningún otro documento político y jurídico, no se escribe desde el amor y tampoco se aprueba o rechaza desde este. El amor es una palabra que se repite tanto en la franja del Apruebo como del Rechazo, como si votar lo uno o lo otro constituyera un acto de amor. ¿A qué publicistas, de lado y lado, pudo ocurrírseles semejante idea? Bueno, debe ser a los mismos que no vacilan en promover una marca de margarina en nombre del amor que los padres deben a sus hijos. En las propias sesiones de la Convención se hacían también continuas referencias al amor. Que era por amor que estábamos allí, que era el amor lo que nos llevaba a aprobar o rechazar alguna norma, que era amor lo que debíamos llegar a sentir los convencionales unos por otros, aunque convengamos en que no fue eso lo que la ciudadanía percibió a raíz de algunas de nuestras actuaciones, y no porque fuéramos malas personas incapaces de sentir amor, sino porque no era este sentimiento lo que se encontraba en juego en un espacio político como ese ni lo que se pedía a quienes lo ocupábamos. Ni siquiera lo era la amistad. La política democrática es entre rivales a los que hay que convencer, negociar o derrotar en las votaciones, respetando sus derechos en este último caso, y no enemigos que desconocer, agredir y, menos aún, eliminar. |
Una propuesta de nueva Constitución, como ningún otro documento político y jurídico, no se escribe desde el amor y tampoco se aprueba o rechaza desde este, salvo que se entienda por “amor” un sentimiento tan vago, vaporoso, expansivo e indiscriminado que embargaría a las personas por referencia a todos los habitantes de un país o, incluso, de la completa humanidad.
Si nos tomáramos en serio al menos la palabra “amor”, ya que a diario damos múltiples pruebas, otra vez de lado y lado, de no hacerlo con varias otras palabras importantes, convendríamos en que se trata de un sentimiento selectivo y tan excepcional, profundo y constante como no pueden serlo las que no pasan de ser buenas intenciones, una cierta sensibilidad o, incluso menos, la simple buena onda con nuestros semejantes.
Sabemos cuánto es capaz de excederse la publicidad de los productos –un simple champú o una gaseosa pueden ser promovidos en nombre de la libertad–, pero la apelación ahora al amor en una franja de carácter político parece rebasar todo límite o, cuando menos, dar cuenta de la confusión de sus productores acerca de qué va realmente el debate constitucional en curso y la votación popular que lo resolverá en un sentido o en otro.
La explicación pareciera estar en que toda estrategia electoral tiene que asumir la manía de turno acerca de que la reflexión debe retroceder ante las emociones y sentimientos, y como entre estos el más alto es el amor, pues hablemos de amor, aún a riesgo de trivializar la palabra. Otra explicación es que, tradicionalmente acusada de vulgar, se quiera mejorar el pelo a la franja con una palabra tan sublime como “amor”.
En las propias sesiones de la Convención se hacían también continuas referencias al amor. Que era por amor que estábamos allí, que era el amor lo que nos llevaba a aprobar o rechazar alguna norma, que era amor lo que debíamos llegar a sentir los convencionales unos por otros, aunque convengamos en que no fue eso lo que la ciudadanía percibió a raíz de algunas de nuestras actuaciones, y no porque fuéramos malas personas incapaces de sentir amor, sino porque no era este sentimiento lo que se encontraba en juego en un espacio político como ese ni lo que se pedía a quienes lo ocupábamos.
Ni siquiera lo era la amistad, si bien surgió entre algunos convencionales, puesto que la política democrática, y esto desde siempre, que no es entre enemigos, tampoco es entre amigos, sino entre rivales que deliberan, debaten y disputan entre sí, sujetándose a la regla de no violencia, a la de la mayoría cuando no se ponen de acuerdo y a otras que hacen tan apreciable a esa forma de gobierno. La política democrática es entre rivales a los que hay que convencer, negociar o derrotar en las votaciones, respetando sus derechos en este último caso, y no enemigos que desconocer, agredir y, menos aún, eliminar.
Respeto recíproco entre los convencionales, buena disposición, leal apertura a los demás y sus planteamientos, contención, camaradería, aprecio incluso: todo eso nos era exigible y los mejores momentos de la Convención –muchos de los cuales no hicieron noticia– fueron aquellos en que sentimientos como esos consiguieron imponerse sobre la natural rivalidad política de los grupos que se formaron allí.
¿Pero “amor”? Nunca se nos pidió tanto, y menos mal, porque con lo que sí nos fue demandado teníamos ya bastantes exigencias, tantas que en varias ocasiones pasamos abiertamente por encima de las prácticas antes señaladas.
Respetar ciertas palabras positivas y relevantes –volvamos al “amor”– no es algo que deba hacerse por fidelidad al diccionario, sino por consideración a lo mucho que ellas importan para llevar una vida buena (en relación con los demás) y una buena vida (en relación con uno mismo).
Cualquiera sea el resultado del 4 de septiembre, tendremos una larga tarea que realizar, y no vamos a sacarla adelante desde el amor, sino desde una reflexión crítica, y también autocrítica, que se aparte tanto del melindroso conformismo conservador como de la alharaca revolucionaria.
El primero –el temeroso conservadurismo–, nos ordena subir un peldaño a la vez, lo cual está bien, pero suele quedarse pegado largo tiempo en un mismo peldaño, sudando de miedo antes de intentar el próximo, mientras que los alardes revolucionarios, ansiosos por acabar de una vez de subir la escala, intentan convencernos de que lo mejor es saltar varios peldaños a la vez, con el riesgo de caernos pesadamente sobre estos.
La mejor prueba de que se está abusando de una palabra importante y que todos valoramos –en este caso “amor”– se produce cuando dos bandos opuestos la utilizan cada cual en su propio beneficio y sugiriendo que el lado contrario falla en ella. Algo similar ocurre a menudo con “ética”, “libertad”, “democracia”, “derechos humanos”, como si algún sector político en particular tuviera la posesión exclusiva de estas expresiones.
Manipulando harina mezclada con agua, sal y levadura puede hacerse algo tan bueno como el pan, pero manipulando palabras importantes en favor de posiciones políticas tan opuestas como contingentes, solo conseguimos desvalorizarlas, restarles peso y valor, tratando al lenguaje de una manera que arriesga banalizarlo.
Un aporte del Director de la Revista, Antonio Varas Clavel
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