Desde el 9 de febrero de este año, cuando se emitió una orden de detención en su contra, Jorge Huenchullán se encuentra prófugo de la justicia.
En su casa, luego del fallido operativo que le costó la vida al subinspector Luis Morales, se habrían encontrado armas, municiones, 12 kilos de marihuana y más de 500 plantas de cannabis sativa.
Pero a diferencia de otros narcotraficantes de poca monta, Huenchullán no vive en una comuna de Santiago o en la capital regional de La Araucanía: es residente de Temucuicui, un territorio que algunos denominan autónomo y donde sus gobernantes han decretado la “clandestinidad política” de su compañero en rebeldía. Ahí nadie lo toca, ni ley o fuerza divina que lo amenace.
Mientras en los mentideros de La Moneda se diseña la próxima gira presidencial para mostrar orgullosos el exitoso proceso de vacunación en Chile y en los pasillos del Congreso se articulan complejos argumentos para justificar el cuarto -ahora sí que sí- único y excepcionalísimo retiro del 10% de los fondos de pensiones, en Ercilla se desconoce flagrantemente la existencia del Estado de Chile y la autoridad de las instituciones que la encabezan.
No sabemos cuántas personas viven al interior de Temucuicui, porque unos encapuchados impidieron que entrara el censo a medirlo; los servicios públicos no funcionan para exigir el cumplimiento de deberes, solo para entregar tierras, recursos y subvenciones por miles de millones; ningún Presidente de Chile ha podido entrar a Temucuicui y, al parecer, hasta ahora, ni Carabineros ni la PDI lo pueden hacer sin ser recibidos a balazos.
Lo que pasa en Temucuicui también ocurre en otras zonas de La Araucanía y Biobío, donde se ha extendido el pretendido derecho de algunos de imponer por la fuerza y la violencia reivindicaciones políticas e ideológicas, disfrazadas de derechos ancestrales.
Otro tanto ocurre en los más de 400 barrios críticos identificados por la fiscalía a lo largo del país, donde el poder del narcotráfico se impone por sobre el poder de los ciudadanos y las comunidades han sido reemplazadas por caudillos y ejércitos de productores y distribuidores de droga.
En cada uno de esos territorios y barrios, lentamente el Estado de Derecho ha sido vulnerado sistemáticamente y, eventualmente, reemplazado de manera integral por monarquías locales que mantienen capturada a la población que ha renunciado a su libertad.
Mucho podemos discutir sobre los programas de gobierno y los cambios que Chile requiere para seguir progresando en libertad que promoverán los candidatos presidenciales en los próximos meses. Probablemente, si están bien alimentados y con mejores instalaciones para refrigerarse, veremos enjundiosos debates en la Convención Constituyente –otro reducto donde se cambian las normas y regulaciones a voluntad– sobre el rol de Carabineros y la promoción del Estado de Derecho en nuestra futura configuración constitucional.
Pero de nada servirán las mejores leyes o la Constitución más perfecta si no hay un mínimo acuerdo común en cuanto a su implementación, donde, por ejemplo, un narcotraficante prófugo de la justicia no tenga la osadía de parapetarse en un territorio determinado de nuestro país sin que las fuerzas de orden puedan hacer nada para capturarlo y se produzca indignación en el gobierno o en sede legislativa.
Como ciudadano, que tiene acceso a esta privilegiada tribuna, no me queda más que encomendarme a Dios y a la Constitución vigente, para pedirles a nuestras autoridades que se indignen, al igual que yo, de esta flagrante vulneración del Estado de Derecho y que ocupen todas las fuerzas disponibles en capturar y encerrar al señor Huenchullán. ¿Es mucho pedir?
“Confundamos su lengua, de modo que no se entiendan los unos a los otros” (Gen 11:7). En el conocido relato de la Torre de Babel, la consecuencia inmediata de la confusión fue la falla en la comunicación y, posteriormente, el fin de un proyecto común de esa sociedad.
Al quiebre en las tradiciones que nos aunaban como un solo pueblo, una sola nación, se suma la pérdida de un lenguaje común entre los chilenos. Con ello, la harmonía y la búsqueda -consciente o inconsciente- de un objetivo común, se perdió.
Esto es evidente al ver el funcionamiento aparente de la Convención Constitucional, en la cual se habla el lenguaje que le acomoda sólo a algunos; a aquellos que no encajan, se les silencia.
En los registros que existen sobre lo que sucede en la Convención, son evidentes las pifias e interrupciones cuando Marinovic, Cubillos, Álvarez, entre otros, valientemente intervienen, evidencia clara de la pérdida de civilidad y de comunicación.
Así mismo, la falta de transparencia en términos de la entrada de los medios de comunicación y la pauta de discusión diseñada para permitir la libre expresión sólo de algunos hace que la mentada Convención se desarrolle, en la práctica, en “cuatro paredes”, mismo mantra utilizado tan por las izquierdas para referirse al origen de la Constitución de 1980.
El uso y abuso de la cuestión indígena ha sido otro elemento que crea dificultades de entendimiento entre los chilenos, y, al mismo tiempo, promueve la segregación. En nuestro país cada chileno cuenta, pero cuando una institución que ha de redactar el texto constitucional no escatima en esfuerzos, polémicas y declaraciones en hacer alarde de la condición mapuche, que representa menos del 10% de la población nacional que se declara de esta etnia, deja en evidencia que no nos estamos entendiendo y que hay grupos étnicos privilegiados.
Más aún, no es de extrañar que el activismo indigenista rompa el balance de armonía y cree un disgusto por los pueblos originarios, malestar que perfectamente podría haberse evitado. Así mismo, el uso del mapudungun en sesiones oficiales, independientemente de que haya un intérprete, no es un llamado a que se respete su lengua ancestral, sino un apelo a crear distinciones, atentando gravemente contra el principio de que somos una sola nación.
El plurinacionalismo abre la peligrosa puerta para el surgimiento de movimientos nacionalistas que dañan el alma nacional y esteriliza el patriotismo que apunta a un horizonte común. Como señalara Charles de Gaulle “el patriotismo es cuando el amor a tu propio pueblo viene en primer lugar; el nacionalismo es cuando el odio por un pueblo diferente al tuyo viene en primer lugar”.
“Será la casa de todos” rezaba el canto de sirenas que embelesó a tantos. No era la casa de todos, sino la de algunos y para lograrlo les era necesario hacer que la comunicación fuese lo más confusa posible, de manera que nos perdiésemos en la forma, mientras los ideólogos de la nueva Constitución se ocupasen del fondo. Para ello era necesario el lenguaje inclusivo -que no incluye, solo excluye- y el mapudungun -que no interpreta ni representa a la gran mayoría de los chilenos-.
Para volver a entendernos, el uso del sentido común es fundamental pues trae a la realidad las mentes embrujadas de tanto discurso delirante y, al mismo tiempo, interpreta de manera fidedigna lo que realmente preocupa a cada chileno, reorientando el horizonte de la República.
Un aporte del Director de la revista Antonio Varas C.