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“En un texto escrito por él cuando joven, Ratzinger afirma que hay un lugar en el que el creyente y el no creyente se encuentran, y ese lugar es la duda. Sólo en la duda, ambos pueden mirarse a la cara y dialogar desde su fragilidad y no desde la intolerancia…”
Ratzinger en su noche (Cristián Warnken)
Cristián Warnken
Cuando la tarde del 19 de abril de 2005 apareció en el balcón del Vaticano la figura de Joseph Ratzinger como nuevo Papa, confieso que experimenté, como muchos, perplejidad. La imagen de un Ratzinger inquisidor, a cargo de la Congregación de la Doctrina y la Fe, ungido como Pontífice, me desalentó y aceleró mi alejamiento de una Iglesia Católica Apostólica y Romana que olía a la distancia tan mal como la Dinamarca de Hamlet.
Tengo que reconocer que me equivoqué. No en lo relativo a la decadencia vaticana, sino en relación con Ratzinger. Más que las instituciones (a veces, males necesarios en la historia), lo que importan al final son los testimonios individuales en los momentos decisivos. El hombre solo frente a sí y a la historia. El ciudadano anónimo parando los tanques en Tiananmen, la resistencia incansable de Solzhenitsyn, el solitario profeta ruso en el gulag, la sonrisa herida de Víctor Jara cantando hasta el último minuto ante sus torturadores, eso muestra al hombre en su tragedia y en su esplendor, estemos o no de acuerdo con sus ideas.
Jesús abandonado en la cruz, importa más que el Concilio de Trento, nos toca en nuestra fragilidad y abismo humanos. Sócrates en el trance de la cicuta nos dice más de nosotros mismos que todo el cuerpo doctrinario platónico. No me interesan los conciliábulos vaticanos, ni me conmueven a estas alturas las encíclicas, por brillantes que sean, si no van acompañadas de actos o gestos. Cambio encíclicas por gestos. El mundo de hoy necesita gestos claros, categóricos. Venimos de un siglo XX plagado de utopías esperanzadoras y cargadas de promesas, pero devastado por la cobardía, la complicidad o la omisión.
Por eso me importa Ratzinger el hombre, más allá de sus togas y pompas eclesiásticas. Ratzinger, “nada menos que todo un hombre”. Y ese hombre apareció de verdad cuando el teólogo refinado que brillaba en sus libros tuvo que bajar desde el Olimpo de las bibliotecas a las alcantarillas de su iglesia y lidiar con más de 4.000 casos de pedofilia durante su mandato. Él mismo dijo: “Fue como si un cráter de un volcán se pusiera a expulsar una gran nube de basura que lo ensuciaba y oscurecía todo”. El mismo que eliminó el uso de la tiara, expulsó a los pedófilos del templo. No los escondió bajo la alfombra, como su antecesor. La valentía y decisión de Ratzinger para hacer frente a Maciel, un psicópata que ya había tejido sus redes dentro del Vaticano, mostraron que el aparentemente frágil intelectual alemán no solo era competente teológicamente hablando. Su renuncia es su otro gesto radical: creo que lo hace para evitar que oscuros poderes fácticos se hagan con el poder cuando sus fuerzas declinen.
Porque Ratzinger, en estos años de manejo del laberíntico Vaticano, debe haber vivenciado en carne propia el aserto de Sartre de “que el infierno son los otros”. En un artículo suyo de la década de 1960 afirmó: “El infierno es estar solo”. Pocas veces he leído una descripción tan honda y certera de lo que es el infierno humano. Me lo imagino meditando solo en su habitación, rodeado de la fría pompa vaticana, pensando qué decisiones tomar, en alguna de esas largas noches difíciles que debe haber tenido, con muy pocos alrededor en quien confiar.
En un texto escrito por él cuando joven, Ratzinger afirma que hay un lugar en el que el creyente y el no creyente se encuentran, y ese lugar es la duda. Porque, en la noche, el creyente duda que tal vez no haya Dios, y en la misma noche, el ateo también duda si acaso no existirá Dios. Sólo en la duda, ambos pueden mirarse a la cara y dialogar desde su fragilidad y no desde la intolerancia.
¿Cuánto habrá dudado Ratzinger en estos días de esta noche oscura del alma de la Iglesia? “Cada hombre, en su noche, camina hacia la luz”, dijo alguna vez Víctor Hugo. Buscar la presencia de Dios en la oscuridad del Vaticano debe ser una tarea ardua que nos cuesta imaginar. Eso lo sabe, en su soledad, Ratzinger, el hombre, no el Papa.