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    Sentido y sensatez

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    Mayo 4, 2022

    Guzmán, Eugenio
    Lunes 22 de Agosto de 2011

     

    George Lakoff señala que las palabras definen y expresan marcos conceptuales, lo que hace del lenguaje una herramienta poderosa, pues se define a su vez en términos de metáforas, imágenes y emociones evocadas por las palabras y elaboradas por nuestro cerebro conforme a nuestras experiencias. Esto significa, entre otras cosas, que no podemos evitar evocar lo que se nos dice. En palabras de Lakoff, “cuando les digo a mis alumnos que no piensen en un elefante, ellos no pueden dejar de hacerlo”. En buenas cuentas, lo que decimos tiene alcances más allá de lo que en nosotros —y por lo tanto en quienes son nuestros receptores— insinúa. Y es que lo que decimos y oímos activa las metáforas que esas palabras evocan en nosotros.

    Lo anterior, que a primera vista parece abstracto, puede tener distintas bajadas al mundo cotidiano (incluso el propósito de Lakoff es muy concreto en sus libros sobre el tema, ambos recomendables: Don´t think in an elephant y Political mind). En concreto, una extensión del análisis de Lakoff la podemos aplicar al actual conflicto estudiantil. En efecto, el escenario discursivo actual nos ha llevado a un ambiente cuyos lenguajes son cada vez menos moderados, y que activan metáforas que crispan o al menos aumentan la distancia para alcanzar acuerdos. Lo anterior se combina con niveles casi estructurales de desconfianza, que no hacen más que confirmar nuestros temores y los de otros sobre nosotros.

    Esto último exige que pongamos mucho cuidado en el lenguaje que usamos, sobre todo en política, pues es en ella donde nos encontramos en un ámbito que nos es común a todos (no existe otro con dicha amplitud). No hacerlo, hace de la política inútil y hasta perjudicial. El debate público se convierte en un diálogo de sordos, en que el lenguaje pierde densidad y fuerza comunicacional.

    Al respecto, el conflicto estudiantil en los últimos tres meses ha reflejado con claridad la señalada falta de cuidado. Así, cuando se acusa a un ministro de recibir instrucción para la represión “en alguna escuela de Israel, porque aquí se están repitiendo los mismos métodos”, es evidente que ello en nada contribuye a mejorar los ánimos. Asimismo, las descalificaciones por la participación de algunos de los presidentes de partidos de oposición en el paro del miércoles, la forma de expresar su apoyo o las descalificaciones hechas a senadores por parte de los estudiantes tampoco contribuyen. E incluso las demandas mismas: “educación gratuita”, que ciertamente tiene un tremendo poder evocador y con profundas consecuencia en materia de equidad. Lo mismo el llamado a plebiscito por estudiantes que ni siquiera podrán votar, el rechazo a todo entendimiento, etc.

    Si bien muchas expresiones se resisten a ser dichas de otro modo —particularmente cuando se trata de cuestiones fundamentales o creencias muy arraigadas—, aun en esos casos el sentido en que las expresamos puede evocar un intento por aminorar el conflicto. En esto los actores políticos tienen un rol clave: la morigeración y autocontrol de cómo se expresan nuestras emociones e ideas, las que por lo demás están empapadas de las primeras. A esto llamamos sentido y sensatez. Desafortunadamente, en todo esto la desconfianza es un enemigo brutal que nos permite sin remordimiento horadar cualquier discurso; es como un mecanismo que impide que las palabras incluso evoquen lo que se quiere expresar y oír. Así, aun quienes tomen la iniciativa pueden ser objeto de desconfianza; sin embargo, a costa de insistir con un lenguaje claro pero cuidado, es posible alcanzar un mejor resultado para todos.

    La experiencia demuestra que los más radicales son los que imponen sus consignas y propuestas. Sin embargo, ello es verdad sólo en contextos de poco liderazgo y coordinación entre los moderados y de quienes renuncian a la política, ya sea porque tienen miedo o no tienen medios de expresión de la misma.

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