La batalla de Tacna, librada el 26 de mayo de 1880, fue crucial para el curso de la Guerra del Pacífico. Se estima que unos 14 mil chilenos combatieron en ella y que fueron alrededor de quinientos los que quedaron muertos en el campo de batalla. Otro centenar moriría días después a consecuencia de las heridas.
Veinte años más tarde, en 1900, un oficial chileno, veterano de esa guerra, recorría emocionado el “Campo de la Alianza”, lugar donde se había dado la batalla y que en ese entonces era todavía territorio chileno. El terreno era desértico y en algunas partes se podían observar los cráteres que habían dejado los proyectiles de artillería.
Examinando uno de ellos, con asombro, encontró el cadáver de un soldado chileno que por la salinidad del suelo se encontraba momificado y en muy buenas condiciones.
El autor del hallazgo era el mayor Enrique Phillips Huneeus, quien decidió depositar el cuerpo en un improvisado ataúd de madera para traerlo consigo a Santiago, donde esperaba dar digna sepultura a ese anónimo héroe.
Por diversas circunstancias, y esperando la solemnidad de una ceremonia de entierro, por varios años don Enrique guardó el ataúd, con su glorioso contenido, en un espacio subterráneo de su casa.
En conversación que sostuvimos en 2013 con don Rodolfo Valdés Phillips, en aquel entonces ya un nonagenario sobrino nieto de don Enrique Phillips, nos contaba que, ante la insistencia de él y de sus hermanos, el tío Enrique los condujo un par de veces hasta el subterráneo para abrir el rústico ataúd y contemplar asombrados el cadáver del héroe, aún con restos de uniforme.
En 1928, en vibrante ceremonia encabezada por el Presidente Carlos Ibáñez, se inauguró el magnífico monumento dedicado al general Manuel Baquedano, y que hoy con vergüenza contemplamos impasibles cómo ha sido ultrajado una y otra vez.
Pues bien —pensó Phillips—, ese era el lugar adecuado para depositar la preciosa reliquia que había custodiado por tantos años. El monumento ya no sería solo una obra de arte construida de materiales nobles, sino que a los pies del general Baquedano —el general reconocido— descansaría el cuerpo de uno de sus soldados: un soldado desconocido.
Así, ya no sería solo un homenaje al General Invicto, sino que allí también se pagaría justo tributo a los miles de soldados chilenos que habían luchado por su patria. Con esa inspiración, en 1931, siendo vicepresidente don Juan Esteban Montero, se dio solemne sepultura a aquel soldado anónimo en su identidad, pero por fin reconocido en su gloria.
Habían pasado treinta años y Phillips Huneeus conseguía su propósito, convirtiendo a la plaza Baquedano en un verdadero panteón de la patria.
El soldado desconocido quedó allí enterrado, bajo una austera lápida en la que se puede leer este sencillo epitafio: “Aquí descansa uno de los soldados con que el general Baquedano forjó los triunfos del heroísmo chileno”. La lápida es creación del escultor Guillermo Córdoba, y las palabras son del capellán Bernardino Abarzúa.
Fueron miles los soldados chilenos que pelearon en la Guerra del Pacífico. Cientos de ellos no volverían nunca a la patria: sus restos quedarían para siempre en los campos de batalla, en recónditos lugares de la sierra peruana o en el abismo de los mares.
De muchos de ellos no se sabría ni siquiera el nombre. Sus cadáveres quedarían sepultados en fosas comunes o en improvisadas tumbas. Otros cuerpos quedarían cubiertos por la misma tierra que levantaban las explosiones enemigas. Todos esos héroes chilenos que quedaron perdidos en extrañas tierras por fin encontraron sepultura en la Tumba del Soldado Desconocido.
Bastaría con las glorias por ellos conquistadas, pero, además, debemos a ellos las riquezas de las regiones de Tarapacá y Antofagasta (por años, buena parte de nuestro PGB).
Respecto de lo que ha ocurrido en la plaza Baquedano en las últimas semanas, nos da vergüenza escribir.
Mañana, cuando se conmemora un nuevo aniversario de la victoria de Chorrillos y cuando se celebra el Día del Veterano, junto a muchísimos chilenos, solo nos cabe decir a nuestros héroes: perdón, mil veces perdón.
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