Como medida de prevención del malévolo y pegote virus aquel, estoy trabajando desde la casa. Mientras estoy enfrascado en el computador, en la pieza que he adaptado como oficina, recibo un llamado telefónico del Prócer, quien, aburrido de estar enclaustrado en su hogar, me llama para conversar.
“¿Y cómo ha sido la experiencia de trabajar en la casa?”, me pregunta, curioso.
“A ver”, le digo, pensando mi respuesta. “En primer lugar, me di cuenta de lo poco que uno está en su casa en su vida normal. Y lo advertí por la cantidad de desperfectos en los enseres domésticos que, a pesar de estar a la vista, me habían pasado desapercibidos, por lo que en los ratos libres me he dedicado a arreglar un enchufe malo por aquí, a pasar una mano de pintura por allá, a ordenar los cajones de mi velador, en fin… Además, he gozado de la cotidianidad del mundo hogareño, ese de ruidos y olores que transcurre como telón de fondo mientras desempeño mis tareas laborales: el sonido del camión de la basura, el rumor de la aspiradora, el olor a pasto húmedo que emana del jardín en la mañana, los perfumes culinarios que empiezan a brotar de la cocina con la preparación del almuerzo… Por otra parte, mi mujer también está trabajando desde la casa, por lo que hacemos breaks para tomarnos un cafecito juntos, disfrutando de la cercanía conyugal. En suma, he trabajado igual pero más feliz. Es que… ¡trabajo y hogar unidos, jamás serán vencidos!”, concluyo.
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