En Chile los ancianos llevan 70 o más años en cuarentena. Puse una cifra, pero no sé cuándo exactamente se produjo el cambio cultural, ese que progresivamente a partir de mediados del siglo XX llevó a que las familias empezaran a llevarlos de modo masivo a asilos; luego, con nuestro ingenio para el eufemismo, a “casas de reposo”, “hogares para el adulto mayor”, etc., etc., etc. Recuerdo que viví un tiempo en una casa pareada con una de estas instituciones de reclusión para ancianos, más bien destinada a la clase media alta. Desde mi terraza fui testigo de un trato atroz y casi no recibían visitas de sus familiares ni de sus amigos.
Como familia de emigrantes italianos, siempre mantuvimos a los ancianos en la familia y nos hicimos cargo de su vejez. Puede ser que racionalmente no sea la mejor decisión, pero la cultura italiana de la familia es muy fuerte en este aspecto todavía. Esa es la razón, creo modestamente, por la cual, en Italia, y también en China, el virus golpeó rápido al segmento más frágil. Acá la letalidad inicial del virus es nula hasta este momento y creo que eso significa algo muy triste: lo lejos, segregados y extranjeros que son los ancianos en nuestra sociedad y en nuestras vidas.
El problema es que este virus es muy contagioso y, aunque se demore, rompe todas las barreras y esa baja letalidad inicial puede convertirse en una enorme letalidad final. Los chilenos somos muy buenos para hacernos los lesos cuando la tragedia no nos toca directamente y miramos para otro lado con astucia mezquina. La situación de los ancianos —no de los jubilados ni de los que están por jubilarse, sino de los viejos viejos— es impeorable y parte por hacerlos invisibles.
He aceptado la propia vejez con precipitación: ya a los 40 empecé a percibir resignadamente el ascenso veloz de la decrepitud. Pero tengo conciencia de que la vejez pasa por distintas fases y la senilidad suele ser tan atroz que pocos se atreven a mirarla a la cara: eso que algunos llaman la “cuarta edad”, los blancos predilectos de esta terrible pandemia. A esos viejos en Chile los hemos dejado solos, y están más solos ahora. Las familias y el Estado los han considerado como lo que en buen chileno llamamos “un cacho”.
Me parece que el balance final como pueblo, me refiero no a meras cifras, sino a nuestra humanidad, nuestra capacidad de comportarnos como pertenecientes efectivamente a una comunidad única de amor se medirá en el cuidado que en esta emergencia les demos a nuestros ancianos, evitando que esto se convierta en otra crónica de una muerte anunciada.
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