El 30 de abril de 1954, el piloto de pruebas inglés Georg Errington subía a la cabina del de Havilland T.Mk.55 Vampire (DH-115) No. J-03, recientemente asignado al Grupo de Aviación No. 7, para realizar su vuelo de pruebas después de su ensamble realizado por técnicos chilenos y británicos. Este vuelo, rutinario para él, se convertiría en el primer vuelo de un avión reactor de combate en los cielos de Chile.
Posteriormente, ese mismo día, el comandante del Grupo No. 7, Comandante de Grupo René Ianiszewski Courbis se inscribiría en los anales de la historia aeronáutica nacional como el primer piloto chileno en volar un jet de combate en cielos nacionales. No hubo recibimientos, ni festejos, ni fotografías, pero ese día se dio inicio oficialmente a la era del Jet de Combate en la Fuerza Aérea de Chile.
La trascendencia de este hito va más allá del primer vuelo de un reactor de combate en Chile, porque la Fuerza Aérea de Chile no sólo se estaba sumando a los avances tecnológico-aeronáuticos de aquella época, si no que la decisión de adquirir esos entrenadores de combate ingleses obedecía a factores político-estratégicos. La FACh estaba en una clara desventaja con las fuerzas aéreas de Argentina y Perú en ese período, situación que se proyectaría casi por más de dos décadas. Los equilibrios en armamentos y capacidades de las fuerzas aéreas del cono sudamericano se lograrían recién terminado el siglo XX. Otro factor importante que hay que destacar en la adquisición de los primeros cinco aviones Vampire, fue sentar un precedente al romper ataduras con el principal proveedor de armamentos de Chile, Estados Unidos.
La dependencia de material aéreo de combate del país del norte se había hecho crónica, primero con la Ley de Préstamos y Arriendos del gobierno norteamericano para la venta de material de vuelo a los países sudamericanos, en donde a partir de la década de 1940, la Fuerza Aérea de Chile comenzó a recibir material aéreo moderno.
Luego se estableció el famoso PAM (Pacto de Asistencia Militar) que proveyó de material aéreo de segunda línea, dejando a la FACh en una clara desventaja con las fuerzas aéreas vecinas. A comienzos de los 1950, las autoridades chilenas solicitaron a Estados Unidos que les proveyera de material aéreo de combate más moderno, como el North American F-86 Sabre. El gobierno norteamericano negó tajantemente esa petición, aduciendo que la Fuerza Aérea de Chile no contaba con la infraestructura necesaria para operar esos aviones, lo que obligó al gobierno de Chile a buscar nuevas alternativas, culminando con la adquisición de material jet de combate de procedencia inglesa. La reacción del gobierno norteamericano se manifestó apenas un par de años más tarde con el envío de material jet de combate a través del PAM, materializado con una partida de aviones Lockheed T-33A Shooting Star nuevos primero y luego en sucesivas entregas de aviones F-80C, T-33A y RT-33A de segunda mano.
Sin embargo, estos aviones ya quedaban obsoletos ante el moderno material aéreo de combate que adquirían los países vecinos que incluía material Hunter, Canberra, A-4 y Mirage, este último, rompía cualquier equilibrio posible. A este escenario había que sumar las crisis vecinales con Argentina, lo que obligó al poder político recurrir nuevamente al gobierno norteamericano, al cual se le solicitó la adquisición del cazabombardero Northrop F-5A Freedom Fighter para disminuir la brecha tecnológica con las fuerzas aéreas vecinas. La respuesta fue negativa nuevamente y Chile acudió a Inglaterra una vez más, consiguiendo la adquisición de una flota de 21 aviones Hawker Hunter F.Mk.71/FR.Mk.71A/T.Mk.72, con lo cual la Fuerza Aérea de Chile sumó uno de los mejores sistemas de armas a nivel mundial de ese tiempo a su arsenal y que fue la cuna de la generación de pilotos de combate que constituyeron la “primera línea” de defensa en las crisis de 1975 con Perú y en 1978 con Argentina.
Es necesario mencionar que ésta y otras tres adquisiciones de material Hunter no estuvo exento de dificultades: primero, abrir una nueva línea logística, preparación del personal técnico en mantenimiento y el entrenamiento de los pilotos, cuya instrucción primaria y avanzada se hacía en aviones de procedencia norteamericana (T-34, T-37, T-33A y F-80), para luego hacer una transición en material Vampire, cuya cabina y procedimientos eran más familiares con los del Hunter. Sin duda alguna, el primer vuelo de un avión jet de combate en Chile, tiene una importancia superlativa por las decisiones estratégicas que estaban detrás de esa modesta, pero importante adquisición: primero, la necesidad de acortar la gran ventaja cuantitativa y cualitativa de las fuerzas aérea de Argentina y Perú; segundo, actualizar los conocimientos de pilotos, ingenieros y técnicos al incorporar nueva tecnología aeronáutica; y por último, sentar un precedente en la independencia como estado soberano y no depender del poder hegemónico de un solo proveedor de armamento. Se puede inferir también, que la decisión de cortar el cordón umbilical con el principal proveedor de armamento fue vital para darle impulso a los programas de modernización de las flotas de aviones de combate en las décadas de los 1980 y 1990, varias de ellas afectadas por las enmiendas impuestas por el mismo Estados Unidos e Inglaterra, lo que también beneficiaría el impulso de la industria aeronáutica y de armamentos nacionales.
Los Vampire, pese que al tiempo de su adquisición ya presentaban un grado de atraso respecto a los aviones jet de combate que recibían las fuerza aéreas de Argentina y Perú, prestaron un valioso servicio en los Grupo de Aviación No. 7, No. 8 y No. 4, preparando más de cien pilotos de combate durante sus 26 años de operación. Durante su servicio se adquirió un total de 16 aviones de los modelos T.Mk.55 (05 + 01 para el reemplazo de la primera pérdida de la flota), T.Mk.11 (4) y T.Mk.22 (6). La flota sufrió la pérdida de tres aviones en accidentes mayores, con la lamentable pérdida de tres pilotos.