CELEBRAR LA CHILENIDAD
El Mercurio, Editorial, 18/09/2022
Un sentido especial adquiere este año las celebraciones patrias. Esto, luego de que un proceso constitucional concebido para lograr el reencuentro entre los chilenos fuera desnaturalizado, para intentar imponer un proyecto político que arrasaba principios orientadores de nuestra evolución republicana.
Son muchas las razones que llevaron a una abrumadora mayoría a pronunciarse en contra del texto de la Convención el pasado 4 de septiembre. No es extraño, sin embargo, que todos los estudios sitúen el rechazo a la idea de plurinacionalidad como la principal de las motivaciones.
Suponía ese concepto —un constructo ideológico impulsado en nuestra región por teóricos del posmarxismo— la negación de lo que constituye una noción profundamente arraigada en Chile: nuestra pertenencia a una misma comunidad política, en la que buscamos integrarnos como ciudadanos libres y, si bien diversos, iguales en dignidad.
Ciertamente el ideal que ello supone dista de haber alcanzado su realización, pero constituye el proyecto que ha marcado nuestro devenir histórico y al que ahora se pretendió sustituir, deconstruyendo al país en una suma de “naciones” y territorios autónomos, y estableciendo categorías distintas de ciudadanos.
Por el contrario, la noción de “chilenidad” se opone en su origen a las estratificaciones. De hecho, el llamado “decreto de chilenidad” dictado por O’Higgins en 1818 significó el fin del sistema colonial de castas, al establecer que todos los nacidos en el territorio serían reconocidos como chilenos. En adelante, la consolidación de la república iría a la par con el desarrollo de una conciencia nacional.
Suele vincularse esta con los esfuerzos bélicos del siglo XIX, pero fue el resultado de un proceso mucho más amplio, donde también jugaron un papel determinante el avance de la educación, las obras públicas que dieron conectividad al territorio o el desarrollo de la prensa.
Contribuyó también la percepción de una cierta “excepcionalidad”, al contrastar nuestra relativa estabilidad institucional con el resto de las nuevas naciones latinoamericanas. No carente de momentos oscuros, tal vez lo más característico de este proceso, sin embargo, haya sido su sentido integrador. La consolidación de una identidad nacional fue a la par con la incorporación de nuevos sectores sociales, la expansión de la ciudadanía y la profundización de la democracia.
Hay en esa evolución, hasta nuestros días, una inmensa riqueza y a la luz de ella la celebración de la chilenidad —equivocadamente banalizada por algunos— se revela como expresión del aprecio hacia los valores que han guiado la construcción de la república y como renovación del compromiso con ellos.
”Han mostrado estos días que la existencia de una conciencia nacional constituye un pilar para la defensa de las libertades”. |
Solo la ceguera ideológica pudo llevar a concebir como viable un proyecto constitucional construido ya no solo a partir de la negación, sino del repudio hacia gran parte de esa historia. Hasta ahora, incluso experiencias políticas fundadas en la más profunda crítica al orden social habían procurado preservar un lazo con aquello que se entendía más propio de nuestra nacionalidad. Así, un gobierno de vocación transformadora como el del Frente Popular impulsaba con entusiasmo una “campaña de la chilenidad”, a fines de la década de 1930, y aun la Unidad Popular llamó a su proyecto una revolución “con empanadas y vino tinto”.
Al contrario, desde el primer día, el funcionamiento de la Convención dio muestras de desprecio hacia valores que, arraigados en la ciudadanía, encuentran su expresión en los símbolos nacionales. La triste imagen de las pifias que interrumpieron la interpretación del himno patrio en la ceremonia de instalación dio un sello al proceso.
Es cierto que en sus etapas finales, constatado el malestar generado en la ciudadanía, se intentó alguna corrección. Fue un empeño tardío. Durante un año, los chilenos habían sido testigos no solo de una evidente reticencia hacia los emblemas que simbolizan nuestra unidad, sino también de prácticas cancelatorias y de la repetición insistente de un discurso revanchista, signado por la odiosidad.
En sus momentos más extremos llevó ello a cuestionar incluso el uso del concepto de “república” en el reglamento de la Convención, que se reemplazaría por el de “pueblos”, los supuestamente llamados a “refundar” el Estado.
Quedaba así claro que el ánimo condenatorio ya no se dirigía simplemente contra los execrados “30 años”: era parte de nuestra historia la que se pretendía demoler, incapaces sus inquisidores de ver en ella algo más que una dinámica constante de identidades abusadas por una élite opresora.
Durante la campaña plebiscitaria se buscó, por algunos sectores, establecer una diferenciación entre aquellas demasías y el texto elaborado. Tal separación entre autor y obra se terminó revelando un ejercicio imposible: más allá de esfuerzos de corrección formal, el proyecto de Constitución entregó una perfecta síntesis de las ideas y objetivos que dominaron el trabajo de los convencionales.
Tal como estos pretendían, se ofreció un texto refundador, que hacía tabla rasa de gran parte de nuestra trayectoria como país, terminando con instituciones centenarias, relativizando la democracia representativa, y precarizando derechos y libertades consustanciales a nuestro desarrollo histórico. Finalmente, concibiendo al Estado —según lo observó con acierto una historiadora— como un aparato deudor y al servicio de las referidas identidades vulneradas.
Acciones deleznables como el ultraje a la bandera en un acto en Valparaíso organizado por los partidarios más radicalizados del Apruebo, pudieron recordar los peores desbordes que antecedieron y acompañaron el proceso constituyente, pero fueron las características de ese texto las que los ciudadanos rechazaron por amplísima mayoría.
Ha quedado así claro que el esfuerzo por dotar al país de una nueva Carta Fundamental no podrá sino hacerse a partir de otras premisas, más respetuosas de lo que hemos sido y de nuestra voluntad de seguir participando de un proyecto común.
Durante los últimos años, muchas voces —y también estas páginas— habían advertido del debilitamiento de nuestra conciencia nacional. Son, en efecto, abundantes los signos confirmatorios de aquel diagnóstico, desde el desconocimiento de la historia hasta la destrucción del patrimonio o el lamentable aspecto que exhiben los centros urbanos.
Sin embargo, han mostrado estos días que esa conciencia, pese a todo, aún prevalece y constituye un pilar para la defensa de las libertades y de nuestra igualdad como ciudadanos.
Celebrar la chilenidad es en definitiva reconocerlo.
Un aporte del Director de la Revista UNOFAR, Antonio Varas Clavel
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