Sign In / Sign Up

  • ...
    • Home
    • Quienes Somos
      • Historia
      • Estatutos
      • Presidentes de la Unión
      • Directorio de la Unión
    • Revistas
      • Publique con Nosotros
    • Actualidad
    • Cuadernos
    • Contacto
      • Agenda

    Cómo se elige a un Papa: Las fases del cónclave, algo más que Cardenales encerrados bajo llave. Javi Sánches. Vanity Fair

    1. Homepage
    2. Actualidad
    3. Cómo se elige a un Papa: Las fases del cónclave, algo más que Cardenales encerrados bajo llave. Javi Sánches. Vanity Fair
    Actualidad, News
    FJDM-C
    Abril 23, 2025

                                                                            CÓMO SE ELIGE A UN PAPA: LAS FASES DEL CÓNCLAVE,

                                                                           ALGO MÁS QUE CARDENALES ENCERRADOS

                                                                   BAJO LLAVE

    Javi Sánchez – Vanity Fair, 21/04/2025

     

    El domingo 6 de abril, poco antes de su muerte, el papa Francisco reapareció en la plaza de San Pedro en el Vaticano para sorpresa de los más de 20.000 fieles que seguían la misa dominical en la capital del catolicismo. Ausente allí desde enero, ingresado durante varias semanas, con diversos problemas de salud y movilidad en sus últimos años, su llegada en silla de ruedas —empujado por su “salvador”, su inseparable enfermero personal, Massimiliano Strappetti— era su primera exhibición pública desde marzo.

    Con un hilo de voz y movimientos débiles, el papa deseó en italiano un feliz domingo a los allí congregados y, en el mismo idioma, les agradeció su presencia: “¡Grazie a tutti!”. La misma fórmula que había usado un par de semanas antes cuando se dejó ver desde el balcón del Gemelli, el “hospital de los papas” en Roma.

    La muerte del papa a los 88 años ha abierto el proceso de elección del próximo pontífice. Los cardenales electores, en su gran mayoría designados por Francisco, tendrán que elegir un candidato encerrados bajo llave: un líder espiritual y jefe de Estado, que gobernará sobre una de las últimas y más extrañas monarquías absolutas del mundo.

    Desde su salida, tras 38 días ingresado por una afección respiratoria que hizo temer por su vida y cuyos efectos aún eran visibles en las cánulas de oxígeno que lucía el pontífice, el Vaticano solo había distribuido una fotografía suya de espaldas, una “prueba de vida” con la que la Santa Sede afirmaba que Francisco, nacido Jorge Mario Bergoglio (Buenos Aires, 1936), volvía al trabajo, atajando cualquier resquicio de duda: enfermo, débil y convaleciente, el papa todavía era el papa.

    Y él mismo se encargó de recordarlo en su homilía de ese domingo, escrita por él y leída por el arzobispo Rino Fisichella —su sustituto habitual en sus domingos ausentes—. Allí, en una defensa de los enfermos, entre los que se incluía, reivindicaba no relegar “a los frágiles lejos de nuestra vida, como lamentablemente hace a veces hoy cierto tipo de mentalidad”.

    Pero su salud durante esas semanas —multiplicada por las notas de prensa de la Santa Sede, que publicaba dos veces al día actualizaciones sobre su estado, minuciosamente detalladas, incluyendo hasta si el pontífice había dormido bien o se había sentado en un sillón—, sumada al precedente de Benedicto XVI —que abdicó en 2013, convirtiéndose en el primer papa en seis siglos que se negaba a morir con el solideo puesto—, abocó a medio mundo —o como mínimo a los 1.375 millones de católicos que hoy existen— a visiones de fumatas blancas y cónclaves, esa forma única que tiene el Vaticano para elegir a sus gobernantes desde hace ocho siglos.

    Visiones que se hicieron realidad en la madrugada del lunes, día 21 de abril, pocas horas después de que Francisco, la voz reducida a la mínima expresión, diese la bendición urbi et orbi –”a la ciudad y al mundo”– del Domingo de Resurrección.

    Además de la influencia de películas como la oscarizada Cónclave (Edward Berger, 2024) o series como El joven papa, (Paolo Sorrentino, 2016), nuestro siglo había vivido ya dos cónclaves, y el mismo Francisco era consciente de que su tiempo terrenal era limitado: en 2024, por ejemplo, se dedicó a quitarle pompa y ritual a los ritos funerarios de los papas.

    Su fallecimiento ha sido un signo de normalidad, porque ni en el Vaticano ni en la Iglesia católica querían que se hiciese a un lado —ni el papa quiso, como había claro en varias ocasiones: mientras no falle la mente, venía a decir, todo lo demás era aceptable o soportable—, más bien lo contrario: la abdicación de su predecesor, Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, no sentó del todo bien al episcopado hace 12 años cuando, en febrero de 2013, tomó “una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia”, como él mismo la definió.

    El que había sido uno de los hombres de confianza de Juan Pablo II aguantó ocho años como papa hasta que declaró, Dios mediante, que no tenía fuerzas para seguir.

    Para la labor del papa, decía Benedicto XVI, “es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer”. Ratzinger, que pasaría más tiempo como papa emérito que como papa, tenía entonces 85 años, tres menos de los que tenía Francisco.

    El último papa ha sido, a sus 88 años, uno de los más longevos de todos los tiempos. De hecho, ha sido el más longevo de los últimos siglos, con el permiso de León XIII, que murió en 1903 como papa, a los 93 años —aunque no sea un mal ejemplo: sus últimos años de pontificado estuvieron repletos de reformas y actividad—.

    Pero ser papa en las últimas décadas no era lo mismo que serlo a principios del siglo XX. No solo el mundo había cambiado dentro y fuera del Vaticano, también la propia forma de ejercer el cargo. Incluso hoy, aunque el impacto de los papas ya trascienda su fe y de sus figuras se espere un referente mundial, más allá incluso de sus fieles, el Vaticano sigue siendo uno de los países más extraños del mundo.

    Desde su misma concepción: su única razón de ser como país es proporcionar un Estado (Ciudad del Vaticano) que acoja a la institución que gobierna la Iglesia católica (la Santa Sede). No tiene Constitución como tal, pero sí una ley fundamental que empieza desde el principio dejando las cosas claras: el papa es un monarca absoluto que manda, y manda mucho, pues como “soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, tiene la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial”.

    “El papa es “soberano del estado de la ciudad del vaticano”, y en su figura se concentran “la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial”.

    Pero ¿sobre qué manda el papa? Dejando de lado su responsabilidad ante esas 1.375 millones de almas católicas y sus deberes como obispo de Roma, el papa jefe de Estado gobierna sobre una de las micronaciones más micro del planeta: 44 hectáreas amuralladas, erigidas a partir del cementerio romano en el que estaría enterrado San Pedro; situado en el margen derecho del Tíber, sobre una colina opuesta a las Siete Colinas de la Roma clásica, de la que recibe su nombre.

    Es el menos poblado: tiene solo 673 ciudadanos, de los que poco más de 450 residen en el Vaticano —y de ellos la cuarta parte son soldados: la Guardia Suiza Pontificia, que recibe temporalmente la ciudadanía mientras dura su servicio y que defienden directamente al papa, no al Estado— y el resto trabajan en el exterior, principalmente en misiones diplomáticas.

    Es el único país que solo puede publicar una columna demográfica, la de fallecimientos, porque nadie puede nacer siendo ciudadano vaticano, solo adquirir la ciudadanía, y siempre de forma temporal, mientras dure su misión o servicio. También es, posiblemente, el único país del mundo en el que “actualmente” —según informan desde el mismo Vaticano— no hay mascotas.

    Las extrañezas no acaban ahí. No tiene idioma oficial —el latín es cosa de la Santa Sede, no de Ciudad del Vaticano— pero sí moneda propia, que antes fue la lira vaticana y desde 2002 el euro, que puede acuñar pese a no ser parte de la Unión Europea, con los rostros de los tres pontífices desde entonces adornando la divisa.

    Cuentan con un cuerpo diplomático único, los nuncios apostólicos, que tienen rango de embajadores ante terceros países y que también ejercen como diplomáticos ante las iglesias de cada nación. No tiene hospitales, aunque sí un buen número de trabajadores externos, unos 3.500, de los que un tercio son mujeres, uno de los hitos de los que más presumía el pontificado de Francisco: haber dado más peso a la mujer, tanto en lo laico como en lo episcopal.

    Entre esos trabajadores también hay unos 150 gendarmes, la policía vaticana, cuyo comandante recibe la ciudadanía y tiene el rango de prefecto, equivalente más o menos a ministro.

    Esa división entre Vaticano y Santa Sede también encierra otra lógica: aunque tenga el poder, el papa no gobierna el Estado. Por diminuto que sea, los asuntos terrenales y del día a día consumirían la misión real del pontífice.

    Para eso existe un “primer ministro”, el puesto de secretario de Estado del Vaticano, que desde 2013 ha ocupado el italiano Pietro Parolin: diplomático de la Santa Sede desde los 31 años, curtido en tres continentes y con varios servicios como vicesecretario del Vaticano entre misión y misión, era la elección más lógica cuando su predecesor se jubiló en 2013, ya con Francisco como papa.

    Fue nombrado cardenal pocos meses después y acaba de cumplir 70 años. De Parolin, cuya principal misión es traducir a política las encíclicas y otros textos papales, dependen otros dos secretarios, el de Asuntos Generales —actualmente interino— para intramuros; y el británico cardenal Paul Richard Gallagher, secretario de las Relaciones con los Estados, cuyo cargo podría considerarse canciller ministro de Exteriores, uno de los más importantes en una país al que se puede considerar, sin exagerar, superpotencia diplomática. Una diplomacia con siglos de experiencia, pero que ha tenido que transformarse con el paso del tiempo.

    Del Vaticano actual, quizás lo que más habría que entender es que su estatus es una sombra de lo que un día fueron los poderosos Estados Pontificios: grandes extensiones de lo que hoy llamamos Italia al servicio de los papas y sus “cortes”.

    Defendidos no por 150 soldados, sino por ejércitos de miles de hombres, unidades de caballería y artillería, bajo el mando del capitán general de la Iglesia, un cargo que tradicionalmente solía ser para el sobrino —o el nieto o el hermano— del papa.

    Durante un milenio, el Vaticano fue una fuerza europea a tener en cuenta, con arcas capaces de pagar fuerzas mercenarias y poder suficiente para mantener su estatus como árbitro de las monarquías europeas.

    De ahí también viene esa imagen de juegos de poder que rodea a lo que hoy es un puñado de plazas y edificios: la fama del Vaticano viene de la tradición, pero el Vaticano actual es una concesión de 1929, un regalo de Mussolini a Pío XI restituyendo el estatus de nación al papado, que se había quedado sin nada en el siglo XIX, tras capitular primero ante Francia y luego ante la naciente Italia. El Vaticano actual solo tiene hoy los símbolos de lo que fue como nación.

    Juan Pablo II, al no ser italiano, no fue bien recibido por el Vaticano. ¿su respuesta? recorrer más de un millón de kilómetros más allá de sus murallas.

    A la Santa Sede le sucede algo parecido, desde hace medio siglo. La imagen de esa curia de intrigas lleva alejándose de la realidad, poco a poco, desde 1978. ¿El culpable? “Juan Pablo II, que fue muy mal recibido por no ser italiano [Karol Wojtyla era polaco] en un Vaticano que se creía el centro de la Iglesia”, según el periodista y escritor Juan Vicente Boo, uno de los mejores conocedores del país.

    El autor de títulos imprescindibles como Descifrando el Vaticano: desde dentro y desde fuera (Espasa, 2021), un libro que se abre con las palabras de Francisco a Boo durante uno de los viajes del papa: “¿Cómo explicar el mundo dentro del Vaticano? ¡Ni yo lo sé!”.

    Una de tantas confidencias al que fue corresponsal en el Vaticano durante 23 años para ABC, un destino que empezó siendo accidental, cuando la salud de Juan Pablo II flaqueó en 1998, y al curtido periodista, que había vivido en Bruselas, Hong Kong o Nueva York, experto en defensa y temas internacionales, le “pidieron ir allí unos meses para cubrir el relevo”.

    Pero el papa polaco, que había llegado a perder el habla, como Francisco en sus últimos días, se recuperaría y llegaría hasta 2005: “nunca se sabe cómo va a evolucionar la salud de un pontífice”.

    Claro que ese Juan Pablo II de 1998, problemas de salud aparte, ya era un papa global, una figura geopolítica que había sido clave en la última década de la Guerra Fría, un viajero infatigable, alguien que llevó la figura del jefe de la Iglesia por todas partes, desde el estrado de las Naciones Unidas hasta el último rincón del planeta.

    Y esa fue la clave: nada más ser elegido, ese papa al que la curia no se tomaba en serio, se convirtió en el papa viajero. El que atravesó prácticamente todo el mundo, con más de 100 viajes fuera de Italia, en interminables giras. Llegó a recorrer más de un millón de kilómetros, cuando los papas no se movían de Italia.

    Para hacernos una idea, a Pablo VI, uno de los tres papas de 1978 —con Juan Pablo I, al que un infarto se llevó tras 33 días, entre él y Wojtyla— lo llamaron “el papa peregrino” por… haber realizado nueve viajes internacionales en 15 años de papado. Y por ser el primer papa que abandonaba la bota mediterránea desde principios del siglo XIX, claro. Juan Pablo II sabía perfectamente a qué mundo tenía que convencer de su papel: a todo, menos a esas 44 hectáreas amuralladas, ensimismadas en su historia.

    “Francisco nombró a laicos y mujeres en puestos de responsabilidad” que solo habían ocupado obispos y cardenales, “es un cambio total de cultura en el vaticano” – Juan Vicente Boo

    De paso, en esos viajes se granjeó en su particular cruzada anticomunista el apoyo sin fisuras de Estados Unidos y la sintonía personal con Ronald Reagan —literalmente en algunos de sus encuentros: una de sus audiencias informales tuvo lugar durante un repostaje del avión del papa en Alaska—.

    Todo, mientras empezaba una profunda transformación del Vaticano, abriendo el grifo de los medios de comunicación —misión encomendada durante mucho años al español Joaquín Navarro Valls, uno de los artífices de que hayamos sabido todo sobre la salud de los papas— y convirtiendo la estructura interna en algo más apto tanto para un mundo global como para un pontífice con un carisma fuera de lo común, que supo —y quiso— llevar su mensaje mucho más allá de los católicos.

    El funeral de Juan Pablo II en 2005 fue el mayor que se recuerda: tres millones de personas se acercaron a Roma, formando colas de hasta cinco kilómetros para despedir al pontífice. El Vaticano recibió delegaciones diplomáticas de 169 países y el evento, que más de 2.000 millones de personas siguieron por televisión, se convirtió en la mayor reunión de jefes de Estado a este lado de una Asamblea General de las Naciones Unidas.

    Nadie, antes o después, ni siquiera la reina Isabel de Inglaterra, concentró semejante cantidad de autoridades para su funeral. Hasta el último momento a Juan Pablo II lo quiso, o por lo menos lo respetó, todo el mundo.

    “Todo eso fue muy intimidatorio para los cardenales electores, que además venían de un pontificado largo y no tenían experiencia en cónclaves”, cuenta Boo, que vivió el proceso de cerca. Y, por supuesto, tras la muerte de Juan Pablo, “nadie quería su puesto, significaba sustituir a un gigante”.

    La elección de Joseph Ratzinger —la más diestra de las manos del papa, pero que ante todo era un brillante teólogo, cuyas principales pasiones eran el estudio y la escritura— fue una forma de la curia de salvar un primer escollo insalvable: la tarea de suceder al papa más popular de la historia.

    Ratzinger, que había oficiado el funeral de su amigo, era de los que menos querían el cargo: tenía 78 años cuando fue elegido, mientras que la mayor parte de los sacerdotes en puestos de poder en el Vaticano tienen que dimitir a los 75 años —aunque los papas pueden prolongar su misión—, y lo único que quería era retirarse y dedicarse a los escritos pendientes.

    Había tenido dos ictus, llevaba un marcapasos, “estaba aterrado cuando vio que le votaban, estaba agotado físicamente”. La renuncia de Benedicto XVI, más allá de pequeños (un Vatileaks al que se le dio más credibilidad de la que realmente contenía) y grandes (su incapacidad para poner en orden el asunto de los abusos sexuales por parte del clero, una misión en la que Francisco tuvo algo más de éxito y empeño que sus predecesores) escándalos, hay que entenderla también como la de un hombre que aceptó un puesto que nadie, ni siquiera él, quería: tal vez el papado más desagradecido posible, con la misión de sustituir a uno de los protagonistas de los libros de historia de finales del siglo XX.

    Benedicto XVI realizó 24 viajes fuera de Italia, una media de tres por año. En Madrid, en 2011, los hispanoparlantes le acuñaron ese “Benedicto X V Palito”, por si quedaba alguna diferencia entre el impacto de Ratzinger, al que siempre se percibió como distante; y el de Wojtyla, con su ganado a pulso “Juan Pablo II, te quiere todo el mundo”.

    Dos años después de aquel baño de masas, Ratzinger afirmó “haber consultado con Dios” si seguir o no. Y la respuesta fue que no: “Desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice”.

    ¿Cómo funciona un cónclave? La “sede vacante” [apostolica sedes vacans] denomina a los interregnos entre papas. Si el papa muere (o se va, como en el caso de Benedicto), el poder absoluto revierte en el Colegio Cardenalicio, una institución compuesta por todos los cardenales —un título honorífico que solo puede conceder el papa y que conlleva la posibilidad de elegir papas—, cuyo decano es el encargado de convocar el cónclave en el que se elegirá al nuevo pontífice. Esto lo sabía muy bien Ratzinger porque, entre otras cosas, fue él quien tuvo que convocar el de 2005, el mismo en el que sería elegido papa.

    Por otra parte, cónclave es una palabra bellísima porque nació única y exclusivamente para definir estos encuentros. Viene del latín cum clave, “con llave”, y surgió de uno de los procesos electorales más largos jamás registrados, papales o no: 34 meses de sede vacante y pro eligendo Romano Pontifice, allá por el siglo XIII.

    En la época en la que el Vaticano era más escenario de intereses terrenales que de la redención de las almas; cuando los cardenales eran apenas una veintena —de los que tres murieron durante las deliberaciones entre 1268 y 1271. Y, sin papa, no hay sustitutos—. En 1274, pasado el mal trago electoral, el papa Gregorio X dijo que nunca más, e impuso la norma actual: todos los cardenales votantes bajo llave y hasta que no haya nuevo papa de allí no sale nadie.

    El mundo es hoy más grande y, desde el siglo XX, el número de cardenales no ha parado de crecer. Para la elección de 2013, eran más de 200. Aunque solo 117 tenían el poder de votar: los menores de 80 años, cuya asistencia en Roma es obligatoria para el procedimiento, salvo renuncia —dos casos, en aquel cónclave—. Todos pueden participar en la primera parte del proceso, liturgias al margen.

    “En ese ‘precónclave”, explica Boo, que cubrió las dos elecciones, “hay unas deliberaciones preparatorias, se celebran reuniones de todos los cardenales presentes. Allí, durante siete, ocho, 10 días, los que necesiten, ellos van tratando todos los temas que les parecen relevantes: los problemas de la Iglesia, las esperanzas, los asuntos o cambios que son necesarios acometer. Y de ahí va surgiendo un retrato robot del posible candidato”.

    Uno de los participantes que repetía en 2013 era el jesuita Jorge Mario Bergoglio, uno de los más votados tras la muerte de Juan Pablo II —quedó segundo, solo por detrás de Ratzinger—, que hizo las maletas desde su querida Argentina para participar en la elección pensando en su vuelta.

    Ni le gustaba mucho salir de su país ni estaba en el mejor de los estados físicos: tenía 76 años, estaba recién jubilado como arzobispo y también pensaba en cómo sería su retiro, entre una espalda machacada y los zapatos de ortopedia que se había visto obligado a usar siempre.

    Aun así, se fue convencido de que por mucho que se alargase el cónclave estaría de vuelta para Semana Santa. Tanto, que compró billete de vuelta y dejó escrita la homilía para el Domingo de Resurrección (31 de marzo de ese año). La primera parte, la congregación cardenalicia, empezó el día 4 de marzo y, tras una semana de deliberaciones, se decidió que el cónclave como tal empezaría el día 12 de marzo. Tras cinco votaciones, Bergoglio fue elegido papa.

    En esas votaciones —tres diarias, también tradicionalmente— se ve también la importancia de ese “retrato robot”, más ahora que el número de cardenales es elevado: ninguna de las facciones eclesiásticas basta por sí sola para elegir un papa. Ni siquiera una alianza de unas cuantas.

    La fumata blanca —lactosa y otro par de químicos añadidos a las papeletas que se queman— solo surge con una mayoría de dos tercios. Si el candidato no es de consenso, o no se ajusta al perfil que se busca tras las deliberaciones, el proceso se alarga.

    Desde entonces, y quedará como uno de sus legados, el papa Francisco llevó a cabo otra gran transformación interna: simplificó una jerarquía con siglos de rigidez, retirando títulos superfluos y cargos que antes eran vitalicios. “Convirtió el Vaticano en su secretaría ejecutiva”, explica Boo. “Antes, los sacerdotes que empezaban a trabajar en la Santa Sede lo veían como una carrera, con ascensos y promociones, una especie de culto a la burocracia en sí misma. Y eso ahora ha desaparecido. Ahora los sacerdotes llegan, tienen un mandato o dos de cinco años cada uno, y se vuelven. Si a eso le añades el cambio en la jerarquía, donde ahora todos son iguales, y que ha nombrado a laicos y mujeres para los puestos de responsabilidad [la última, la monja Simona Brambilla, prefecta de uno de los dicasterios o departamentos en los que se divide la estructura vaticana. Un cargo que hasta Francisco solo habían ejercido arzobispos o cardenales], es un cambio total de cultura”.

    Un Vaticano más ágil y transparente, para un papa cuya intención fue la de ejercer de misionero. Francisco no fue tan viajero como Juan Pablo II —que tenía menos de 60 años cuando fue elegido, por otra parte—, pero decidió dedicar buena parte de sus 47 viajes al exterior a recorrer los países más pobres y conflictivos, incluso aquellos en los que el número de católicos es mínimo.

    En 2017, por ejemplo visitó Birmania, un país que entonces estaba viviendo una limpieza étnica denunciada por la ONU sobre los rohinyás, una minoría de inclinación musulmana cuya situación denunció desde la vecina Bangladés, en un campo de refugiados.

    En Bangladés hay aproximadamente un 0,3 % de católicos. En Birmania, apenas un 1 %. Y, entre los afectados por los desplazamientos forzosos impuestos por el régimen de Birmania, es posible que no hubiese ningún católico.

    Sus visitas, en ese sentido, recuerdan a las de Juan Pablo II, que convirtió los países del Pacto de Varsovia —donde la influencia de la URSS había arrebatado casi todo el poder y la legitimidad a la Iglesia católica— en uno de sus principales objetivos. Aunque la diferencia es que Francisco, un papa a favor del desarme nuclear total, de la lucha contra el cambio climático y de otras políticas poco en sintonía con la ola reaccionaria que atraviesa el mundo, no contaba con —ni buscaba— el respaldo de países como Estados Unidos.

    Ahora, ese papa que daba ruedas de prensa improvisadas, que era “bromista y cercano en el trato” en los viajes y que había desmantelado buena parte de las estructuras vaticanas precedentes, “ha regresado a la casa del Padre”, como comunicó su camarlengo, el cardenal Farrell.

    El último viaje para un papa que había pasado sus últimas semanas postrado en una silla de ruedas o bendiciendo a los fieles desde el papamóvil, en una frontera de edad que ningún “papa viajero” había traspasado antes. Que dependía de terceros para transmitir su voz a través de sus escritos.

    Como Juan Pablo II, optó por seguir hasta el final; y los cardenales ahora pueden tomar ejemplo del peso de la edad y de la elección de Benedicto XVI, que prefirió vivir un retiro tranquilo para dejar paso a un papa más vital. Los últimos días de Francisco han sido más amables que los de Juan Pablo II, al que el Parkinson fue devorando hasta dejar sin fuerzas ni habla. “Su sufrimiento era casi una forma de gobierno”, contaría después su sucesor Ratzinger.

    A Ratzinger también le citó Bergoglio en la homilía de su reaparición en público, dos semanas antes de su muerte: “La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento”. Una cita que obedecía a que “en este momento de mi vida”, escribía Francisco en su homilía, “comparto la experiencia de la enfermedad, de sentirnos débiles, de depender de los demás para muchas cosas, de tener necesidad de apoyo”. Pero también de un futuro en el que, citaba a Isaías, “algo nuevo está germinando”.

    Un papa que tendrá de surgir a partir de un Vaticano hecho a la medida de su predecesor, completamente distinto al de sus predecesores pero que, al igual que el que construyeron aquellos, cada vez tiene menos espacios para volver atrás.

    Y que, entre conversaciones y votaciones, tendrán que elegir los más de 250 cardenales —149 de ellos nombrados por Francisco en esta década de pontificado, con apenas resistencia interna— que hoy día forman parte de la Iglesia

     

     

    Las opiniones en esta sección, son de responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente el pensamiento de la Unión de Oficiales en Retiro de la Defensa Nacional

    Leavecomments Cancel reply

    Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

    Es una corporación de derecho privado fundada el 24 de octubre de 1963, con domicilio en la ciudad de Santiago, Región Metropolitana, para reunir en una organización unitaria a todos los Oficiales en Retiro de la Defensa Nacional, es decir Ejército, Armada y Fuerza Aérea.

    Menú

    • Quienes Somos
    • Revistas
    • Actualidad
    • Cuadernos

    Contáctenos

    Avenida Libertador Bernardo O'Higgins 1452

    (56-9)82214400

    uniondn1963@gmail.com

    Noticias

    • ¿ Quién fue Arturo Prat ?
    • Destacados del Editor. El Mercurio
    • CHILE, CELAC y BRICS. Fernando Thauby García

    © Copyright Arma | Hosting y diseño redlinks.cl

    Notificaciones

    To Top