DEFINIENDO EL LIBERALISMO
Lucía Santa Cruz
El Mercurio, Columna de opinión, 04/11/2022
El momento constitucional actual nos interpela a definir aquellos conceptos de la teoría política que subyacen a la confrontación ideológica imperante en nuestro país.
El texto que fue derrotado el 4 de septiembre tenía como objetivo global la eliminación del llamado “neoliberalismo” de modo que, como afirmó una vez el Presidente Boric, si Chile supuestamente había sido su cuna fuera también su tumba.
Al igual como ocurre con otros conceptos tales como populismo o democracia, que son utilizados con múltiples y variados significados, con definiciones algo porosas y muchas veces contradictorias entre sí, la noción de “neoliberalismo” ha pasado a ser una idea que debe partir cada vez por una definición propia de cada autor y, por lo tanto, como categoría de análisis, no sirve para definir un modelo único y, en consecuencia, no constituye el mejor marco teórico para entender la realidad.
Tal vez sería conveniente comenzar por definir el sentido que el liberalismo clásico en general, desde sus orígenes, entrega a la libertad.
Una idea esencial es que las atribuciones del Estado deben ser constreñidas debido a su enorme potencial para vulnerar la libertad de los ciudadanos; también se halla asociado a la importancia del imperio de la ley por sobre el poder arbitrario o discrecional, al valor de los derechos individuales, especialmente la libertad de pensamiento, religión, expresión, asociación y movimiento y, finalmente, a la defensa de la vigencia plena del derecho de propiedad como base material para la expresión y el ejercicio de todos los anteriores.
En este sentido, el liberalismo es un movimiento ligado a la modernidad occidental, cuando el individuo empieza a consolidar un lento proceso de emancipación respecto a las limitaciones que la colectividad, en sus distintas expresiones, había ejercido sobre su autonomía personal, convirtiéndose así, por derecho natural o algo parecido, en soberano sobre sí mismo, sus talentos y su propiedad.
La consecuencia lógica de ello es la teoría del gobierno acotado, el imperio del Estado de Derecho y de la economía capitalista.
En suma, el liberalismo clásico es, en esencia, una teoría política del gobierno limitado, que trata de proteger a los ciudadanos de las restricciones arbitrarias externas que le impiden la realización de todo su potencial; se ampara en la separación de poderes y en la vigencia de garantías institucionales para la libertad personal y, en fin, se opone al absolutismo político y a cualquier obstáculo a la libertad del individuo, salvo en los casos que su ejercicio sea dañino para la libertad de otros.
Una de las consecuencias más relevantes de la introducción del liberalismo clásico es el surgimiento de una distinción entre la esfera pública y la privada, fundada en la idea de que existen espacios propios del ámbito de cada ser humano en los cuales se incluyen diversas actividades hasta entonces sometidas a la esfera pública que deben quedar fuera de la intervención de la autoridad, vale decir, no deben estar sometidas ni deben ser decididas por ninguna soberanía ajena a la voluntad del individuo.
Uno de los chilenos exégetas de la idea liberal más lúcidos fue tal vez José Victorino Lastarria, quien concluyó: “El derecho de pensar y juzgar, el de tener una creencia religiosa y practicar libremente su culto, el de enseñar y comunicar por medio de la palabra lo que tenemos por verdadero, constituyen de tal modo nuestra individualidad, que si los enajenáramos, o si la ley, el poder público, o la mayoría de la sociedad a título de mayoría, nos pusieran límites en su uso, o se arrogasen la facultad de dirigirlo, imponiéndonos un juicio, una creencia, una enseñanza, una verdad, no podríamos desarrollar libremente nuestra personalidad, y estaríamos sometidos a la más injustificable esclavitud”.
Un aporte del Director de la revista UNOFAR, Antonio Varas Clavel
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