Este artículo fue publicado en el “Miami Herald” el 29 de febrero del 2000; anteriormente había aparecido en la “National Review”.
Por ANTHONY DANIELS, autor de “Utopias elsewhere”.
¿Por que es Pinochet, lejos, el más odiado (al menos por los intelectuales) de todos los dictadores de la segunda mitad del siglo XX? ¿Por qué él solo ha sufrido la humillante suerte de ser arrestado y detenido en un país extranjero a pedido de otro país extranjero?
Después de todo, en el bestiario del siglo pasado fue una criatura menor e insignificante, incluso si (lo que es poco probable) él fuera responsable de cada crueldad cometida en Chile mientras fue dictador. Cuando Sudáfrica, recientemente, se rehusó a extraditar al ex gobernante etíope Mengistu (Haile Mariam) a su país natal, no hubo ni asomos de protesta, aunque todos los crímenes de Pinochet habrían cabido en una tarde del reinado de Mengistu, y las torturas practicadas en Chile fueron meros procedimientos terapéuticos en comparación con lo que se hizo en Etiopía.
Incluso, entre los dictadores militares latinoamericanos conservadores Pinochet no fue el peor. De cada intelectual liberal al que le sale espuma de la boca con sólo mencionar su nombre, ¿cuántos son los que han oído hablar de Lucas García de Guatemala, por ejemplo? Y los generales de la junta argentina, cuyo récord ciertamente fue mejor que el de Pinochet, no son odiados -excepto en Argentina- con el mismo rencor. ¿Por qué no?
Existe una explicación obvia. Pinochet fue el único de los dictadores que fue increíblemente exitoso. Se encontró con un país económicamente desastroso y lo dejó como un faro cuya luz brilló mucho más allá de América Latina. Atrajo a quienes querían aprender del éxito de todas partes del mundo. Chile fue más próspero de lo que había sido en toda su existencia previa.
Lo que es aún peor es que Pinochet efectuó este cambio siguiendo políticas contrarias a las que los intelectuales liberales habían apoyado durante décadas, y por las que se arrogaban a sí mismos roles de importancia primordial. Él demostró, con el éxito de su país, la falacia de que el imperialismo impedía el desarrollo de los países del Tercer Mundo: que sus esposas eran en gran medida autoforjadas y que lo mejor que podían hacer los gobiernos de esos países por su bienestar económico era no estorbar.
Un simple general de Ejército -del tipo al que habitualmente se describe como un gorila (muy distinto de la muy admirada guerrilla)- había logrado en unos pocos años lo que una gran cantidad de intelectuales liberales no habían sido capaces de conseguir en ninguna parte del mundo en períodos mucho más largos.
Esta fue una herida terrible para la autoestima de los intelectuales liberales. Si ya no eran necesarios para comités de solidaridad del Tercer Mundo ¿para qué servían? Ciertamente, el régimen de Pinochet no sólo había demostrado que ese tipo de intelectual no tenía ningún papel providencial en la salvación de los países del Tercer Mundo -como esperaron serlo mientras Salvador Allende gobernó Chile-, sino que representaban un obstáculo que debía ser superado en el camino hacia el desarrollo económico.
De modo que Pinochet significaba un reproche existencial para ellos. Si su régimen se hubiera limitado a torturar y a “hacer desaparecer” a sus opositores mientras el país caía de una crisis económica en otra, Pinochet habría sido objeto de un suave reproche teórico, pero no del ataque estridente y emocional que termina con demostraciones frente a embajadas. Fueron sus logros, y no sus fallas, los que fueron tan odiados.
Nada de esto se aplica, naturalmente, a los chilenos que odian a Pinochet porque un pariente, amigo o conocido fue torturado o desapareció durante su gobierno. Ciertamente no se necesita mucha imaginación para darse cuenta por qué ellos lo odian. Pero si uno lee literatura izquierdista sobre Chile (ningún placer desde el punto de vista literario), jamás verá una admisión de que la izquierda haya tenido culpa alguna en la llegada al poder de Pinochet. Nunca se admite que Allende abiertamente siguió una ideología que para ese entonces no sólo había suprimido la libertad y pretendido la prosperidad para una tercera parte de la superficie del globo, sino que había matado a millones de personas, o que sus tácticas (empleando medios constitucionales para lograr fines inconstitucionales) se semejaban peligrosamente a las de Hitler.
(“El Mercurio” de Santiago, 5 de marzo del 2000)