¿POR QUÉ NO DECIRLE AL PLENO DE LA CONVENCIÓN LA VERDAD? por Arturo Fontaine (El Mostrador, 11/03/2022)—PERPETUANDO EL SUBDESARROLLO El Mercurio, Editorial, 18/02/2022—REFUNDACIÓN JUDICIAL El Mercurio, Editorial, 12/02/2022
Las opiniones en esta columna, son de responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente el pensamiento de la Unión
El superministro debe “presentar, con acuerdo del Presidente o Presidenta, un programa de gobierno y legislativo del Gobierno al Congreso Plurinacional”. Nada impide que la Presidenta o el Presidente le encargue a un ministro que haga ese discurso programático ante el Parlamento. ¿Por qué hacerlo obligatorio? ¿Por qué rigidizar la gestión gubernamental que requiere, hoy más que nunca, flexibilidad y agilidad? No a todos(as) los(as) presidentes(as) les conviene el mismo estilo de trabajo. Hay que respetar la idiosincrasia de cada cual y no imponerles a todos el mismo traje. ¿Vale la pena crear un superministro para que dé esos discursos ante los parlamentarios? Obviamente, no.
Crear un nuevo ministro, una “ministra o ministro de Gobierno”. Eso propone al Pleno de la Convención la Comisión de Sistema Político. Este superministro o superministra podría, a su vez, “nombrar uno o más ministros o ministras coordinadores en áreas específicas” (art. 62, ter., inc. 4).
Ya tenemos 24 ministerios. Los presidentes encargan, a veces, la coordinación de un área a alguno de sus ministros. Ahora también podría hacerlo el superministro. Se duplicaría una función que la Presidencia ya tiene de suyo.
Pero nombrando ministros coordinadores de entre los ministros, el superministro podría reasignar labores y redefinir las responsabilidades de los ministros de Estado que designó el Presidente o la Presidenta. Por ejemplo, un superministro podría nombrar al ministro de Desarrollo Social como ministro coordinador del conflicto de La Araucanía y al ministro del Trabajo como ministro coordinador de la reforma previsional. ¿Qué ocurre si, por ejemplo, la ministra del Interior en un caso, y el ministro de Hacienda, en el otro, estiman que esa decisión del superministro pasa a llevar sus atribuciones y marchita sus planes en esas áreas específicas?
Ese conflicto podría llegar a la Presidencia. El Presidente o la Presidenta podría no estar de acuerdo con la distribución de labores que ordena el superministro.
Podría haber motivos de gestión, de eficiencia, de prioridades, pero también motivos estrictamente políticos. Estos nombramientos del superministro podrían alterar el peso relativo de los distintos ministros y su visibilidad, lo que significaría alterar la distribución de poder dentro de la coalición.
El superministro debe “presentar, con acuerdo del Presidente o Presidenta, un programa de gobierno y legislativo del Gobierno al Congreso Plurinacional”. Nada impide que la Presidenta o el Presidente le encargue a un ministro que haga ese discurso programático ante el Parlamento. ¿Por qué hacerlo obligatorio? ¿Por qué rigidizar la gestión gubernamental que requiere, hoy más que nunca, flexibilidad y agilidad? No a todos(as) los(as) presidentes(as) les conviene el mismo estilo de trabajo. Hay que respetar la idiosincrasia de cada cual y no imponerles a todos el mismo traje. ¿Vale la pena crear un superministro para que dé esos discursos ante los parlamentarios? Obviamente, no. |
Como otra de las tareas del superministro es “ejercer la coordinación política de los ministros de Estado” (art. 62, ter), a él mismo correspondería resolver la controversia acerca de esa redistribución de tareas entre los ministros. De modo que, en rigor, la Presidencia debe hacerse a un lado.
Su única arma, en caso de conflicto, es pedirle la renuncia ya sea al ministro de Estado o al ministro de Gobierno, pues este es de su sola confianza y no requiere ratificación parlamentaria. La Presidencia solo dispone de ese último recurso.
El sistema funciona en el supuesto de una completa afinidad entre el Presidente o la Presidenta y el superministro. Lo que el diseño de la figura del superministro no considera es que “la Presidenta o Presidente de la República ejerce la jefatura de Estado y de Gobierno”, según el artículo 48 aprobado por la Comisión.
Es decir, la Presidenta o el Presidente, como jefe de Gobierno, cumple directamente esta función que cumpliría, además, el superministro.
Nada impide, por cierto, que el Presidente o la Presidenta, si quiere, confíe el nombramiento de ministros coordinadores a la ministra del Interior, por ejemplo. Lo extraño es que se busque obligar al Presidente o la Presidenta a tener a su lado a un superministro que debe nombrar para hacer lo que la Presidencia ya hace.
El riesgo obvio es que estos ministros coordinadores, designados por este superministro coordinador, descoordinen todo el gabinete.
¿Vale la pena que la Constitución obligue al Presidente o la Presidenta a nombrar un superministro para que nombre ministros coordinadores que, a su vez, nombra y seguirá nombrando el Presidente o la Presidenta? ¿Toda esta complicación para qué?
Bueno, se responde, es que el superministro se encarga de “coordinar la relación política del Gobierno con el Congreso Plurinacional y el Consejo Territorial”.
La respuesta es simple: esa función la cumple el ministro Secretario General de la Presidencia. La Segpres hoy debe hacer “el análisis y presentación al Congreso Nacional de los proyectos de ley que se originen en los distintos ministerios” y debe “efectuar el seguimiento de los proyectos de ley en trámite parlamentario” (Reglamento orgánico de la Segpres, 8/2/91).
De nuevo: se duplica una función que ya existe. O, si lo que se busca es suprimir Segpres trasladando sus funciones a otro ministerio, eso corresponde a la ley. No a la Constitución. ¿Por qué darle rango constitucional a este superministro que sería una especie de nuevo ministro de la Segpres? Y si la Segpres lo hace mal, ¿no es preferible corregir su funcionamiento por la vía legal y reglamentaria?
Una tarea del superministro, ya mencionada, es “ejercer la coordinación política de los ministros de Estado”. Esta tarea de coordinación también la realiza, por ley, la Segpres: “Corresponde al Ministerio Secretaría General de la Presidencia de la República realizar las funciones de coordinación, etc.” (…) y “propender al logro de una efectiva coordinación programática general de la gestión de Gobierno” (ley 18.993, art.1 y 2, b) (8/8/90).
De nuevo: se copia y duplica una función que ya existe. ¿O se trasladarían a un nuevo ministerio funciones de la Segpres? Eso es tema de ley, según el propio nuevo texto aprobado en la Comisión.
De nuevo: ¿Por qué darle rango constitucional a un ministro –y solo a uno– que haría lo que ya hace la Segpres? ¿Por qué las funciones de otros ministerios, como Hacienda o Trabajo, no se detallan y adquieren así también rango constitucional?
El superministro debe “presentar, con acuerdo del Presidente o Presidenta, un programa de gobierno y legislativo del Gobierno al Congreso Plurinacional”. Nada impide que la Presidenta o el Presidente le encargue a un ministro que haga ese discurso programático ante el Parlamento. ¿Por qué hacerlo obligatorio? ¿Por qué rigidizar la gestión gubernamental que requiere, hoy más que nunca, flexibilidad y agilidad?
No a todos(as) los(as) presidentes(as) les conviene el mismo estilo de trabajo. Hay que respetar la idiosincrasia de cada cual y no imponerles a todos el mismo traje.
¿Vale la pena crear un superministro para que dé esos discursos ante los parlamentarios? Obviamente, no.
El superministro creará problemas nuevos al interior de la coalición de gobierno. Su poder y figuración lo transforman en el premio mayor en el reparto de ministerios. El partido que consiguiera ese ministerio quedaría en una posición muy ventajosa respecto de los demás.
Desmerecería a los otros ministerios. Sobre todo, pensando en la proyección del superministro como candidato presidencial. Ser conocido es una de las principales características que debe tener un candidato.
El atractivo de esa visibilidad sería tal, que lo probable es que los partidos de la coalición –al menos los principales– presionarían para que el superministro vaya rotando entre ellos. A lo que se sumarían las presiones para asegurar una rotación que respete la paridad y los cupos de los pueblos indígenas.
Todo ello haría de estos superministros aves de paso que utilizarían el cargo para sus propios objetivos electorales. Las políticas públicas tenderían a ser electoreras y volátiles.
En suma, las funciones que se dan al superministro no justifican su existencia. Que nombre ministros coordinadores descoordinará al Gobierno. Eso sería una melcocha.
Las funciones del superministro las cumplen la Presidencia o la Segpres. No tiene sentido crear en la nueva Constitución a un pomposo “ministro de Gobierno” (su título es así, con mayúscula) solo para redistribuir y duplicar tareas que ya se hacen reguladas por la ley.
¿O es, quizás, que su justificación real se oculta? Pero, en tal caso –no sé si entiendo–, ¿por qué no decirle al Pleno de la Convención la verdad?
PERPETUANDO EL SUBDESARROLLO
El Mercurio, Editorial, 18/02/2022
Mientras los principales liderazgos políticos y partidarios —especialmente en el caso de las colectividades de Chile Vamos— aparecen sumidos en una inexplicable pasividad, los avances del debate que se produce dentro de la Convención Constitucional anticipan un complejo desenlace.
Aunque desde un principio levantó alertas la preponderancia de voces radicalizadas, el análisis de lo hasta ahora aprobado da cuenta de una mayoría dispuesta a perpetuar el subdesarrollo y dejar pasar la oportunidad histórica de construir consensos democráticos amplios.
Una de las comisiones que de mejor manera han ilustrado esta situación es la de Medio Ambiente y Modelo Económico. Su desbalanceada composición ha permitido la aprobación en primera instancia de un importante número de iniciativas que no solo desafían el análisis técnico, sino incluso el sentido común.
Muy lejos de teorías conspirativas como las que insisten en levantar algunos constituyentes, son señales como estas las que explican parte importante de la caída en los niveles de aprobación de la Convención en recientes encuestas.
Entre las iniciativas aprobadas por esta comisión se encuentra el principio de la “soberanía alimentaria” como ordenador de las políticas agrarias, que otorga al Estado el rol de garante y promotor de la alimentación, estableciéndose además el derecho a la semilla y su protección, de la mano de la figura del defensor de la naturaleza. Las consecuencias socioeconómicas y sobre las actividades productivas en distintas industrias ciertamente no fueron consideradas en la discusión.
También se aprobó un deber del Estado respecto de las actividades económicas y empresariales, centrado en la organización económica comunitaria y obligándolo a promover la desconcentración económica. Similar respaldo tuvo la idea de otorgar un reconocimiento constitucional a la gestión comunitaria del agua y saneamiento rural.
Ambas fórmulas representan visiones parciales y desinformadas de las complejidades asociadas con las estructuras de los mercados y las necesidades de inversión en el ámbito de los servicios básicos. Mientras el país enfrenta un desafío climático de proporciones, la liviandad con que se discuten este tipo de propuestas es alarmante.
Por su parte, la iniciativa que establece los deberes del Estado para el desarrollo y protección de la micro, pequeña y mediana empresa (aprobada en tres votaciones) no hace más que generar incentivos constitucionales para perpetuarlas en una determinada categoría. Así, la posibilidad de un emprendimiento de crecer, crear empleo y oportunidades, estaría afectada.
Se agrega, por contraste, la votación de rechazo a la posibilidad de profundizar el reconocimiento a la libertad de emprender y de desarrollar actividades económicas.
Así, se hace evidente cómo el conjunto de medidas aprobadas minimiza la importancia de la actividad privada y el crecimiento. De este modo, un país que enfrenta inmensas demandas sociales arriesga terminar pagando un importante costo si prospera un diseño constitucional ajeno a sus necesidades.
En la misma línea, la comisión ha aprobado el establecimiento de un estatuto general de los bienes estratégicos, que incluye la nacionalización de los recursos mineros y define un retrógrado sistema de compensaciones. Y, en paralelo, la posibilidad de que el Estado se retire unilateralmente de los tratados de libre comercio y de los mecanismos de solución de controversias en torno a inversiones.
Corresponde a todas las fuerzas políticas responsables no seguir observando con letargo este proceso, sino contribuir a corregir su rumbo. |
Sin el más mínimo análisis de las consecuencias económicas, sociales y geopolíticas de estas ideas, la facilidad con que el grupo despachó la vasta mayoría de los artículos es en extremo preocupante. Algo similar se ha observado durante los últimos días a propósito de la precarización del derecho de propiedad aprobada en la comisión de Derechos Fundamentales.
El proceso constitucional fue la respuesta del país a una difícil coyuntura. Sin duda, lo mejor para Chile sería que se lograra concordar un texto balanceado, que pueda recibir amplia aprobación ciudadana. Lamentablemente, a la luz de decisiones como las adoptadas por esta comisión —y también de lo visto en las votaciones del pleno—, tal parece hoy un objetivo lejano.
Corresponde a todas las fuerzas políticas responsables no simplemente seguir observando con letargo este proceso, sino contribuir a corregir su rumbo. Por cierto, eso pasa, en primer lugar, por impulsar dentro de la misma Convención fórmulas alternativas y buscar acuerdos en torno a ellas, aunque por ahora esto se vea como un ejercicio solo testimonial.
Es sin duda anticipado adelantar posiciones de rechazo a una Constitución que aún no ha sido elaborada, pero tampoco corresponde desconocer las graves señales que van emergiendo y el real peligro de que el resultado de este proceso sea una propuesta que resulte inaceptable por vulnerar derechos ciudadanos, debilitar el funcionamiento democrático o infligir un profundo daño a las posibilidades de progreso del país.
Proyectar todos los posibles escenarios y los distintos caminos institucionales para impedir el radicalizado experimento ideológico en el que una mayoría de convencionales parece querer embarcar a Chile debiera ser una prioridad.
REFUNDACIÓN JUDICIAL
El Mercurio, Editorial, 12/02/2022
Ha seguido la comisión de Sistemas de Justicia de la Convención sorprendiendo con propuestas que, en su conjunto, implican una verdadera refundación de lo que hasta ahora conocemos como Poder Judicial.
Entre las más llamativas se encuentra aquella según la cual “las resoluciones dictadas en el Sistema Internacional de Protección de los Derechos Humanos” permitirían dejar sin efecto sentencias firmes y ejecutoriadas de los tribunales chilenos.
Luego está la propuesta de que el Sistema Nacional de Justicia —como pasaría a llamarse el servicio público que asumiría las funciones del actual Poder Judicial— coexista “en un plano de igualdad con los Sistemas Jurídicos Indígenas”. Y, en tercer lugar, medidas como la supresión del rango constitucional que hoy tiene el fuero de los magistrados, la temporalidad de sus cargos y la ampliación de la indemnización por errores judiciales más allá del ámbito penal.
Tras cada una de estas propuestas hay problemas reales. El ordenamiento jurídico chileno debe contar con reglas que permitan implementar los pronunciamientos de los tribunales internacionales reconocidos por el Estado.
Las particularidades de algunos sectores de la población podrían ser siempre más y mejor consideradas por la administración de justicia. Y es evidente que se puede perfeccionar la forma en que el Estado y los magistrados cargan con la responsabilidad por las decisiones que adoptan en ejercicio del considerable poder que se les ha conferido. Pero todas estas cuestiones son objeto de un debate universal que ha tenido y tendrá lugar mientras existan instituciones y personas encargadas de administrar justicia.
Las propuestas adolecen de un simplismo y una tosquedad que están lejos de ser inocuos. |
La historia de las instituciones jurisdiccionales es, precisamente, la de los esfuerzos por asignar correctamente las responsabilidades e inmunidades sin afectar la independencia, por morigerar la necesaria abstracción de las leyes generales sin caer en la justicia particular y, más recientemente, por armonizar el derecho de cada Estado con las normas y el funcionamiento de las instituciones supraestatales sin abdicar de la soberanía.
En este contexto, las propuestas de la comisión adolecen de un simplismo y una tosquedad que, por desgracia, están lejos de ser inocuos.
El sistema internacional de protección de los derechos humanos, por ejemplo, no posee un tribunal, sino órganos regionales cuyos criterios y lineamientos no son estáticos ni completamente uniformes; el Estado no puede renunciar de antemano a determinar caso a caso el carácter vinculante de una determinada decisión y, luego, tanto la viabilidad como el mejor camino para su implementación.
Por otro lado, los sistemas jurídicos indígenas no son mayormente problemáticos cuando las personas tienen la facultad de someterse voluntariamente a ellos. Pero son altamente conflictivos y discriminatorios si alguien pudiera ser obligado a comparecer o a litigar ante el foro indígena en lugar de la justicia nacional.