LA SEMANA POLÍTICA: EL FUTURO EN JUEGO
El Mercurio, Editorial, 07/08/2022
Envuelto en la bruma de un turbio clima político, el país encara la etapa final de la campaña plebiscitaria.
Casi ocioso parece ya hablar del fracaso de la Convención. El hecho de que la campaña del Apruebo hoy se sostenga en la promesa de reformar el mismo texto para el cual se pide el voto es la prueba más elocuente.
Haber hecho del proceso constitucional una interminable performance y la ocasión para desatar las pulsiones refundacionales de los sectores más extremos no fue un ejercicio inocuo.
Por más que ahora se intente convenientemente separar obra de autores, el resultado ha sido perfectamente coherente con lo que allí ocurrió: un texto que no solo es insatisfactorio, sino que prolonga y agudiza la confrontación entre chilenos. Una oportunidad perdida.
Frente a este escenario lamentable, el Presidente de la República, abdicando de asumir una actitud de Estado, ha transformado al Gobierno en un actor más de la disputa, instalando en el corazón de La Moneda la campaña en pro de la ratificación del texto constitucional. Con ello no ha hecho más que exacerbar la conflictividad.
El punto de fondo: un texto estructuralmente fallido. Las controversias de estos días y una ofensiva oficialista que descalifica como “mentira” cualquier cuestionamiento —pero que no escatima en tergiversar y omitir lo que no le sea funcional— pueden terminar desplazando el debate del que debe ser su foco: una propuesta constitucional de alcances profundamente negativos.
En rigor, las deficiencias estructurales del texto de la Convención son conocidas e incluyen un improvisado sistema político, que profundiza la ingobernabilidad y abre espacio al populismo; un sistema de justicia entregado a intereses políticos y corporativos; la consagración de un Estado plurinacional acompañado de una serie de normas que conceden una indeterminada autonomía política, administrativa y financiera a entidades territoriales, escaños reservados en una proporción desvinculada de los votos efectivamente recibidos, el establecimiento de sistemas especiales de justicia cuyos alcances esenciales se desconocen, y la exigencia de consentimiento indígena (una especie de veto amplio cuyos partidarios no han podido precisar) para las materias que afecten los derechos consagrados en la Constitución, entre otras.
Todo ello no solo distorsiona la democracia y nos aleja del desarrollo, sino que desconoce principios básicos de nuestra mejor tradición jurídica, y, sobre todo, genera una tensión sobre la unidad y soberanía del Estado, cuyos efectos parecen no haberse dimensionado.
Se suman una serie de defectos de técnica legislativa que permiten distintas interpretaciones sobre las más variadas materias, cuyos problemas se hacen públicos casi a diario en el debate y que serán fuente permanente de incertidumbre.
No solo se distorsiona la democracia y se incluyen disposiciones que nos alejan del desarrollo, sino que se desconocen principios básicos de nuestra mejor tradición jurídica, y se pone en tensión la unidad y soberanía del Estado. |
Aún más grave, distintas decisiones adoptadas revelan verdaderos “gustitos ideológicos” de los convencionales, impropios de lo que debiera ser un texto constitucional, que dista de ser un programa de gobierno de un sector político determinado. Entre estos últimos, puede mencionarse la eliminación del estado de emergencia, para evitar que este se aplique en la macrozona sur; el llamado “precio justo” para compensar las expropiaciones, lo que permitiría que el monto a pagar no corresponda al valor de mercado (sentido que el propio ministro Giorgio Jackson contribuyó a despejar en estos últimos días, por si cabía alguna duda); la tozudez en eliminar el Senado, y el cambio de nombre del Poder Judicial por el de Sistemas de Justicia, que dan cuenta de un desprecio hacia esas instituciones republicanas que acompañó todo el proceso; la consagración del aborto libre sin siquiera establecer mínimas restricciones que den cuenta del dramático conflicto de derechos envuelto; o la declaración de América Latina y el Caribe como zona prioritaria de nuestras relaciones internacionales (una clara señal de distancia hacia la apertura al mundo desarrollado de las últimas décadas), entre muchos otros.
Contrastan con la magnitud de tales problemas los limitados márgenes de la idea oficialista de “Aprobar para reformar”, más aún luego de la notificación del Partido Comunista de no aceptar cambios a las líneas estructurales del texto.
Ideas como la del ministro de Hacienda, de clarificar en la legislación posterior materias como el referido “precio justo”, solo hacen más notoria la debilidad de una Constitución que, detallista al extremo cuando se trata de responder a demandas identitarias, deja entregada a una ley simple materias tan básicas como la protección eficaz del derecho de propiedad.
Derechos sociales, ¿moneda de cambio? Como contracara de tan graves falencias, la consagración de un extenso catálogo de derechos sociales —por cierto, legítimas demandas ciudadanas— es el leitmotiv de una campaña que alienta falsas expectativas en la ciudadanía.
La franja electoral es buena muestra, llena de promesas vacías, en que se le dice al votante que, con la nueva Constitución, “tendrán derecho a un sueldo justo”, que le permitirá “que no tenga dos pegas, para que no tenga que llenarse de créditos” y que pueda disfrutar el tiempo libre. O, aún más, que también se podrá “tener una vida libre de violencia dentro y fuera del hogar”, como si ello pudiera ser asegurado por el mero hecho de consagrarse en un texto.
Así, se pretende absurdamente hacerle creer a la ciudadanía que todo lo deseado se realizará inexorablemente —en una especie de designio histórico que a más de alguno hará recordar las tesis marxistas— por el solo hecho de aprobar la Constitución.
Subyace la idea de que los problemas se reducen a una mala repartición de la riqueza que el texto mágicamente corregiría. Se olvida, o deliberadamente se omite, que en un país las mejores condiciones de vida solo pueden alcanzarse con grandes esfuerzos y que resulta esencial alentar las causas del bienestar. Paradójicamente, el crecimiento económico es uno de los aspectos más ausentes en el debate y el nuevo texto está muy lejos de promoverlo.
Una opción partisana: el Presidente en campaña. Tal vez la misma pretensión de superioridad moral confesada esta semana por el ministro Jackson pueda explicar por qué las autoridades parecen no advertir problemas en su involucramiento en la campaña plebiscitaria.
Este ha llegado a niveles inéditos en treinta años de democracia. No se trata solo de episodios rayanos en la picaresca política, como el hallazgo de carteles en reparticiones públicas o el entusiasmo tuitero de algún mando medio.
Ha sido el Gobierno como tal el que ha asumido como prioridad el trabajo por la opción Apruebo. Usando mañosamente la justificación de “informar” a los ciudadanos, recursos públicos están siendo destinados a una campaña comunicacional de evidente sesgo, reforzada por un despliegue de altos funcionarios encabezado por el propio mandatario.
La burla ante la pregunta periodística sobre la legitimidad de acciones como autografiar ejemplares del texto constitucional es, de nuevo, reveladora del espíritu de cruzada que anima estas acciones, frente a las cuales la simple duda es descalificada como “ridícula”.
Así, no es extraño que las minutas del Comando del Apruebo muestren insólita coincidencia con las “cuñas” de autoridades, que la prensa informe de la intervención de ministras en reuniones de coordinación o que incluso un diputado haya llegado a anunciar su participación en una cita en La Moneda con el mismo fin, solo bajando el respectivo video tras el consiguiente vendaval de críticas.
Pero la situación alcanzó un nuevo nivel esta semana. La controversia respecto de si será o no Jackson el encargado de recibir las propuestas para aterrizar el “Aprobar para reformar” ha opacado el tema de fondo: la decisión de hacerse cargo el Gobierno de una estrategia estimada clave para mejorar las opciones de la propuesta constitucional.
Más aún: tras la referida polémica en torno a Jackson, se ha informado por los medios que ahora sería el propio Presidente Boric quien estaría encabezando las tratativas. Nadie parece siquiera preguntarse si corresponde que la máxima autoridad asuma una función propia de los estrategas de un comando y no de quien tiene como tarea la conducción del Estado. Menos cuando el país vive una situación económica compleja y una crisis de seguridad pública, y se acumulan los problemas de gestión.
Con todo, quizás lo peor del camino que ha decidido seguir el Presidente sea el modo en que así se aleja de la promesa de construir la democracia “entre todos y todas” —como señaló en marzo, al asumir el mando— y de la señal republicana que fue reconocer en su Cuenta Pública la legitimidad de las dos opciones plebiscitarias.
Seguir repitiendo ahora tales palabras, mientras en paralelo el aparato gubernamental se coloca al servicio de una de las alternativas, no es más que un gesto vacío. De este modo, también ha renunciado el mandatario a la posibilidad de contribuir a encauzar el cuadro de aguda conflictividad que la propuesta constitucional ha generado. Al contrario, al alinear partisanamente su gestión con una de las opciones, ha consolidado la idea de que lo que ocurra el 4 de septiembre será el triunfo o la derrota de su administración y de él mismo, tensionando y polarizando aún más al país.
Sin mayorías legislativas, y cualquiera sea el resultado, los costos que se arriesgan en términos de la gobernabilidad futura resultan simplemente enormes.
Más allá de la propuesta. Y es que, más allá incluso de la propuesta constitucional, quizá el mayor desafío del país esté dado por los problemas en la convivencia que persisten y una práctica política que en demasiadas oportunidades prioriza la captura del poder por intereses ideológicos, por sobre el leal respeto a las instituciones democráticas.
Es ingenuo pretender que el derecho pueda sobreponerse a esta realidad si los principales actores no están dispuestos a dejarse regular por normas.
La experiencia de estos últimos años después del estallido, en que se validó la violencia, se utilizó el Congreso para hacer un populismo desvergonzado sin importar sus consecuencias, como ocurrió con los retiros de las AFP o la serie de acusaciones constitucionales infundadas para desestabilizar un Gobierno; se instrumentalizó la pandemia para desprestigiar a las autoridades que tenían que enfrentarla, lo que incluyó acciones penales ante los tribunales y una serie de absurdas denuncias que el tiempo ha contribuido a despejar; y episodios recientes como la captura política del Instituto de Derechos Humanos o la mencionada intervención electoral del Gobierno, son ejemplos que dan cuenta de falta de mínimos democráticos, de ausencia de acuerdos básicos, sin los cuales cualquier norma resulta irrelevante.
El construir estos consensos y generar confianzas debieran ser la principal tarea de los líderes políticos en los próximos meses, más allá de lo que ocurra en septiembre. Sin ello no habrá convivencia posible.
Un aporte del Director de la Revista UNOFAR, Antonio Varas Clavel
Las opiniones en esta columna, son de responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente el pensamiento de la Unión de Oficiales en Retiro de la Defensa Nacional