Carlos Peña
El Mercurio, Columnistas, 05/05/2024
”El perro Matapacos debe causar vergüenza no porque haya sido una instigación al crimen, sino porque fue el síntoma inequívoco (no el único, claro) de lo que podría llamarse la infantilización de la política”.
¿Es ridículo recordar al perro Matapacos y reprochar a quienes, como algunos políticos e intelectuales, hicieron de él una especie de ícono de los días de octubre del diecinueve?
Por supuesto, decir o siquiera insinuar que esa imagen y quienes la enarbolaban son inspiradores objetivos de lo que ha ocurrido a Carabineros, es una simple tontería que no se sostiene.
No es muy difícil volver la vista atrás para que cada uno advierta cuántas cosas de las que hizo o dejó de hacer, o dijo o no dijo, preferiría no haberlas hecho u omitido a la luz de lo que ocurrió posteriormente.
Las palabras hirientes dichas alguna vez a quien ahora yace muerto y que se preferiría haber callado, la celebración de esto o aquello creyéndolo el inicio de una epifanía, cuando en verdad resultó una pesadilla, y así. La experiencia individual o colectiva está plagada (es cosa que cada uno haga memoria de sus propios días pasados) de actos o palabras que, a la luz del resultado final, provocan, como en este caso, arrepentimiento o vergüenza.
Pero ese arrepentimiento y esa vergüenza (la que por estos días han de sentir quienes enarbolaban la imagen de ese quiltro) no es fruto de que se haya caído en la cuenta de que la conducta cuyo recuerdo sonroja o abochorna sea causa de lo que finalmente ocurrió. Porque salvo que se lleve al extremo eso de que las palabras o los símbolos crean realidad (cuando lo que ocurre es que los símbolos y las palabras son la realidad), es obvio que una figura como la del perro Matapacos no pudo causar las muertes de las que hoy Chile entero se conduele.
El perro Matapacos debe causar vergüenza no porque haya sido una instigación al crimen, sino porque fue el síntoma inequívoco (no el único, claro) de lo que podría llamarse la infantilización de la política.
Así, esa figura no es inocente del todo, porque, bien mirada, en realidad es la muestra flagrante de en cuánta tontería, en cuánta liviandad, en cuánto juego irresponsable, es decir, sin conciencia alguna de la responsabilidad que acarreaba, se incurrió en esos días en los que personas adultas, e incluso algunas incuestionablemente inteligentes, se comportaron como niños alegres y sorprendidos fotografiando los desmanes que entonces ocurrían, celebrándolos, adorando un muñeco o erigiendo la figura del quiltro como si fuera el símbolo de la libertad o de la igualdad, un ícono pop, el retrato de los sueños, el símbolo de una epifanía cuya ocurrencia curaría buena parte de nuestros males.
De esta forma, el perro Matapacos es, en realidad, no la instigación de un asesinato o un maltrato a Carabineros (como tampoco fue una celebración del asesinato de Jaime Guzmán la polera que, alegre, recibió en su día el diputado Boric), sino la expresión de una tontería, de un infantilismo que es propio de la adolescencia que algunos quieren habitar de manera permanente, o de la fiesta o de los fenómenos de masas como los de esos días, en que la represión que nos constituye como sujetos, y que hace posible la racionalidad, cae y se debilita y abre paso a conductas que luego causan vergüenza.
Porque, aunque suele olvidarse (y los parlamentarios en estos días debieran tomar conciencia de eso) la racionalidad exige un esfuerzo, no es una característica espontánea de nuestra manera de estar en el mundo. De alguna forma, la racionalidad es una cuestión ética porque adoptarla exige un esfuerzo de la voluntad dispuesta a hacer lo que se debe.
Lo natural, lo obvio, lo espontáneo, lo fácil y lo sencillo es comportarse de manera ligera e inconsciente, a risotadas y manotazos, carente de todo rasgo de responsabilidad, como un niño al que la dureza de la realidad se le escapa o como quienes hace algún tiempo portaban en andas imaginarias, en figuras en la solapa o en pegatinas, al perro Matapacos, creyendo que de esa forma impulsaban la justicia.
Es cómodo y suele ser grato experimentar la vida así; pero el lujo de la tontería no se lo puede dar el político en cuyas manos la ciudadanía ha puesto el deber, la responsabilidad, la obligación de discernir en vez de, como ocurrió, consentir en infantilizarse a pretexto de que, de esa forma, se está en consonancia con la ciudadanía, cuando el deber del político es al revés: consiste en apartarse de los humores inmediatos de la ciudadanía, como debió ocurrir en esos días en que se rendía culto (hubo incluso una suerte de monumento precario en la plaza Baquedano) a la figura del perro Matapacos, mientras quienes debían poner la cordura atizaban el fuego de una tontería y un comportamiento meramente tribal.
Un aporte del Director de la revista UNOFAR, Antonio Varas Clavel
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