Es explicable la sorpresa y rechazo que han provocado las declaraciones del presidente de la Corte Suprema sobre el rol que cabe a los tribunales de justicia en la aplicación de la ley. Conviene, por lo mismo, volver sobre una materia que ha sido vastamente analizada y discutida por la doctrina, sin que exista acuerdo a su respecto.
Comencemos por recordar que la aplicación de la ley se realiza mediante la interpretación, tarea fundamental de todo magistrado a la hora de dictar sentencia. No resulta discutible que la norma, a partir de su incorporación al sistema jurídico, se independiza de sus autores y cobra vida propia. Por lo mismo, su sentido y alcance puede cambiar, como consecuencia de las transformaciones científicas, sociales, culturales, etcétera. Nuestro Código Civil, en su Título Preliminar, dispone de qué elementos debe valerse el intérprete para el ejercicio de su tarea, comenzando por lo fundamental: “El tenor literal” de la norma. Más allá de toda discusión, es este el que debe prevalecer porque expresa la voluntad soberana (manifestación de los poderes legislativos), y es dicha voluntad la única idónea para regular la vida social.
Es frecuente que algunos doctrinadores planteen fórmulas y argumentos para ampliar las facultades del juez y reducir la importancia de la norma, sea a pretexto de hacer prevalecer la justicia, imponer ciertos valores o subsanar supuestos errores interpretativos.
Ellos no quieren aceptar, como sucede con el ministro Sergio Muñoz, que más allá del “tenor literal” de la ley, todos los elementos previstos en nuestro Código Civil, al regular esta materia, apuntan a desentrañar el verdadero sentido del precepto, no a facilitar la imposición de los prejuicios o anhelos personales del juez, por respetables que ellos sean.
Para aplicar la norma, cuando esta ofrece diversas lecturas (su tenor es oscuro), el intérprete debe recurrir a la historia fidedigna de su establecimiento (certificado de nacimiento de la ley), a los fines que inspiraron a sus autores (motivaciones), a la coherencia y unidad que ella debe guardar con el sistema y, finalmente, a falta de todos estos recursos, descubrir el sentido de la ley invocando los principios generales de derecho y la equidad natural. En otras palabras, la aplicación de la ley se funda en el respeto y reconocimiento de la autoridad del legislador que, por mandato soberano, está llamado a organizar la convivencia social a través de normas jurídicas.
¿Cuál es entonces el aporte creativo de la magistratura o es ella, como se ha sostenido, una “esclava” de las leyes? La obra del juez nace al momento de singularizar el mandato general y abstracto de la ley para aplicarlo a situaciones particulares y concretas. En esta fase de su tarea, el juez “crea” una regla, de efecto relativo (solo alcanza a quienes han intervenido en el juicio), mediante la cual, utilizando los elementos normativos que le proporciona la ley y no otros, construye el mandato particular, a través del cual hace posible el imperio de la norma.
Singularizar el mandato general y abstracto, completando el marco impuesto por la norma jurídica, es lo que justifica el ejercicio de la jurisdicción. No es ajeno al sistema normativo, tampoco, la ausencia de una norma que resuelva el caso planteado, dificultando el cumplimiento del principio de inexcusabilidad. La integración de las llamadas “lagunas legales”, que en otros ordenamientos jurídicos dan lugar a los “casos difíciles”, está regulada entre nosotros, debiendo el juez ceñirse a los elementos dispuestos en la ley para llenar el vacío.
En suma, entender de otra manera el problema de la interpretación conduce, necesariamente, a una suerte de derogación de la ley por parte de los tribunales de justicia, puesto que se manipula su contenido en pos de lograr objetivos ajenos a ella. En el último tiempo los ejemplos están a la vista. Algunos magistrados, felizmente no todos, prescinden de la ley, por cuanto ella solo rige si se ajusta a sus concepciones y sentimientos de justicia. El contenido axiológico de la norma jurídica es uno de los elementos de que se vale el intérprete, pero con el fin de descubrir su sentido e intención, no de desviar la dirección del mandato.
Si llegara a prevalecer la concepción según la cual es el juez quien, aplicando directamente su íntima noción de los valores expresados en la norma, debe corregir relaciones supuestamente injustas, se habrá diluido la grandeza del derecho como único artífice de la seguridad jurídica, desconocido la función de la potestad legislativa y, definitivamente, politizado la jurisdicción.
Pablo Rodríguez Grez
Decano Facultad de Derecho
Universidad del Desarrollo