Los números. El gobierno militar se inició con un enorme apoyo popular (y terminó, después de casi 17 años, con un gran 43 por ciento). ¿Todos cómplices? ¿Todos cobardes? ¿Todos culpables? No, sólo las élites, se nos dice. ¿Las élites? O sea, ¿todo dirigente poblacional, laboral, estudiantil, profesional, deportivo, empresarial, social? ¿Todo profesor, intelectual, comunicador o artista? ¿Por el solo hecho de estar en el lado de allá?
Gonzalo Rojas
Miércoles 14 de Julio de 2010
Caso Prats y las élites
A raíz de la sentencia sobre el caso Prats, en diversas instancias se vuelve a insistir acerca de la eventual culpabilidad de todos aquellos que fueron partidarios del gobierno militar. Si apoyaste a Pinochet —se afirma—, aunque sólo fuese desde tu humilde trabajo o con tu abnegado estudio, eres culpable. No es necesario que hayas sido uniformado o funcionario público; basta que tú, chileno de a pie, hayas estado con el 11 de septiembre. Con el solo hecho de apoyarlo, o fuiste cómplice o fuiste cobarde. Y de ahí al “Mereces castigo” no hay más que un par de pasos: simplemente una querella y después una sentencia.
Pero, en tres dimensiones complementarias, esa propaganda no resiste análisis: cuantitativamente es inviable; conceptualmente es ilógica; históricamente es tuerta.
Los números. El gobierno militar se inició con un enorme apoyo popular (y terminó, después de casi 17 años, con un gran 43 por ciento). ¿Todos cómplices? ¿Todos cobardes? ¿Todos culpables? No, sólo las élites, se nos dice. ¿Las élites? O sea, ¿todo dirigente poblacional, laboral, estudiantil, profesional, deportivo, empresarial, social? ¿Todo profesor, intelectual, comunicador o artista? ¿Por el solo hecho de estar en el lado de allá?
Si la respuesta fuese afirmativa, estamos hablando de 50 mil o 100 mil personas, las que a su vez habrían promovido la complicidad o habrían sembrado la cobardía en millones de sus compatriotas.
A procesarlos entonces, a todos, uno por uno, a 50 mil, a 100 mil —y, eventualmente, a millones más—, para que no suceda con ellos lo que pasa en los juicios por corrupción con los jerarcas de la Concertación: que siempre el hilo se corta allá abajo, que las responsabilidades nunca llegan allá arriba, a las élites de estos últimos 20 años. Inviable.
Pero, en segundo lugar, la proposición es absurda. En todos los actos humanos efectivamente malos, hay autores y cómplices, encubridores y beneficiarios, espectadores y herederos… y así hasta el infinito, hasta “lectores sobre los dramas del pasado”, gente también vinculada con esos hechos, aunque sólo por el estudio o por lejanos intereses.
¿Hasta dónde debe llegar la responsabilidad, la eventual culpabilidad? ¿Incluye al opositor a Pinochet que estudiaba en aulas elitistas y que nunca se la jugó en contra de ese gobierno, a pesar de sus críticas actuales? ¿Se extiende al dirigente concertacionista que colaboró con el gobierno militar —justamente en los primeros años—, para —legítimamente— cambiar de bando después?
Si así fuera, en el plano jurídico se acabaría el derecho penal; en el plano moral, se terminaría la responsabilidad desde y ante la conciencia; y en el plano político, fenecería la habilitación para segundas y terceras oportunidades.
Finalmente, la sugerencia es históricamente tuerta. Mentirosa más bien, porque implica que todos los que desde 1965 vieron surgir al MIR, todos los que leyeron los llamados a la lucha armada del PS en Linares y en Chillán (1965 y 1967), todos los que conocían de sobra cómo organizaba el PC su aparato militar, todos ellos, a pesar de todo eso, son inocentes.
O sea, en paralelo: el dirigente poblacional que supo que en noviembre de 1974 habían ido a buscar a un mirista para interrogarlo es culpable; pero el dirigente poblacional que supo que durante agosto de 1973 ese mismo mirista había acumulado explosivos y armamentos varios es inocente. Y el ex parlamentario que conoció una redada antisocialista en 1975 es culpable, mientras que el parlamentario socialista que firmó los llamados a la violencia armada, justo pocos años antes, es inocente.
Qué fácil inventarse teorías. Qué difícil matizar sobre la verdad
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