Gerardo Varela
El Mercurio, Columnistas, 03/09/2023
”¿Cómo vamos a lograr transformar el Estado anquilosado y capturado por la ineficiencia y la burocracia en uno moderno y eficiente? ¿Un sistema político con poca renovación por uno dinámico?”
Hace un año se votó el plebiscito que mostró la victoria de la sociedad civil sobre la clase política y del sentido común sobre el delirio ideológico.
Pero la batalla es permanente e indefinida. La natural inclinación de los que se dedican a la política es incrementar su poder e influencia.
En 1990, la Constitución acordada limitaba el poder de la política sobre la sociedad civil que, complementado por un sistema electoral binominal, ordenaba al sistema político para evitar que concentrara todo el poder jurídico y económico en sus manos.
Con el tiempo, sin embargo, fue más fuerte creer el relato de que ese diseño era antidemocrático que entender y conocer que fue construido para proteger a la sociedad civil. La política nunca se sintió cómoda con ese diseño y lo fue deteriorando y erosionando.
El Estado y la política fueron creciendo. Se modificó el sistema electoral jibarizando a los partidos y haciéndolos perder protagonismo frente a los políticos que —salvo honrosas excepciones— no tenían más lealtades que a su reelección.
El sistema tributario se modificó reemplazando uno que castigaba el gasto y premiaba el ahorro por uno que hacía lo contrario; la iniciativa exclusiva del presidente en ciertas materias clave, cautelada por un control preventivo del TC, fue criticada y distorsionada; se politizó el nombramiento de los jueces de la Corte Suprema y magistrados meritorios que fallaron en derecho —pero contra la política—, no ascendieron (Mera, Camposano, etc.).
Suma y sigue. Creció el número de parlamentarios, de ministerios y de regiones; la burocracia, el amiguismo y el clientelismo empezó a enseñorearse.
Los derechos sociales se impusieron sobre los personales y todas las pequeñas conquistas libertarias en salud, previsión y educación eran criticadas por poco inclusivas.
Pero nadie decía que quería reemplazar nuestra voluntad por la de políticos o tómbolas. Los chilenos estábamos acomplejados y confirmábamos esa vieja frase que la libertad no se pierde por la fuerza de sus enemigos, sino que por la debilidad de sus defensores.
Arquitectura institucional. La culminación de ese proceso de degradación fue el estallido social. Este se canalizó a través de un proceso constituyente que entronizaba a la política como protectora y administradora de nuestro futuro y de nuestras libertades.
El proyecto constitucional rechazado multiplicaba el poder de los políticos y de la burocracia sobre la vida y decisiones de las personas. A eso, y por abrumadora mayoría, Chile le dijo que no. Los chilenos no querían volver atrás a un sistema que colapsó políticamente y quebró económicamente el año 1973.
Para no sufrir la mala suerte del hindú que se reencarnó en sí mismo, ahora es importante consolidar ese triunfo. Y a partir de él, lograr reconstruir la arquitectura institucional del país, volviendo a limitar el poder de la política sobre nuestras vidas y nuestra libertad.
Hoy, el desafío de las grandes mayorías no es solo redactar un texto constitucional, sino aunar voluntades y generar acuerdos que logren construir un relato que reencante a los ciudadanos con su Constitución y su política.
Es hora de que los jóvenes que nos gobiernan maduren, escuchen y aprendan; dejen de mirarse el ombligo o de pensar en los últimos 50 años, y empiecen a pensar en los próximos 50.
¿Cómo vamos a lograr transformar el Estado anquilosado y capturado por la ineficiencia y la burocracia en uno moderno y eficiente? ¿Un sistema político con poca renovación por uno dinámico? ¿Un país que salga del estancamiento por uno que recupere el crecimiento?
Chile se cansó de tanto “regresismo” y quiere progreso. En una generación pasamos de estar en el último lugar de Latinoamérica al primero. Hasta que Bachelet II mató el modelo.
Hoy Chile quiere una “sociedad de bienestar” y no un “Estado de bienestar”, porque no quiere monopolios y menos estatales. Con una política ordenada, el país es capaz de crecer y desarrollarse. Solo nuestra ceguera ideológica puede evitar que lo hagamos.
Con la nueva Constitución tenemos la posibilidad de resetear el país. Ojalá no la desperdiciemos, porque peor que sufrir una derrota es no saber aprovechar un triunfo.