Christian Slater Escanilla, Coronel (R) del Ejército de Chile, Veterano del 78 – Prensa Local Maipú, 30/11/2024.
Señor Director:
Este extracto del libro “40 Años al Servicio de Chile” conmemora el 40º aniversario de la firma del Tratado de Paz y Amistad entre Chile y Argentina, celebrado el 29 de noviembre de 1984.
Este histórico acuerdo puso fin al “Conflicto del Beagle”, un periodo de tensiones extremas que mantuvo al país al borde de una guerra con consecuencias incalculables. Una guerra que, gracias a Dios, no fue, pero cuyos ecos aún resuenan entre quienes la vivieron y entre quienes prefieren olvidar.
Lo que sigue es un extracto de algunos de los recuerdos más vivos de esos años, momentos que definieron mi vida y la de miles de hombres que, en esas trincheras, defendieron no solo la soberanía de Chile, sino también un juramento: dar la vida por la patria:
En el invierno de 1978, jóvenes oficiales recién graduados nos adentramos en las montañas, al mando de soldados que apenas conocían sus fusiles, preparados para enfrentar una guerra que parecía inevitable. Éramos pocos, mal equipados y precariamente entrenados, pero teníamos algo que nos unía más allá de las trincheras: un juramento, una misión y un amor inquebrantable por Chile.
Cavamos nuestras propias tumbas en la nieve y las llamamos trincheras. Allí, con el frío calando los huesos y la munición contada, celebramos cumpleaños, navidad y año nuevo. En nuestras mochilas llevábamos poco: un pan duro, una muda de ropa blanca y, sobre todo, mística, disciplina y un sentido del deber que solo quienes lo han vivido pueden comprender.
Antes de partir al frente, muchos de nosotros firmamos un testamento. No era una formalidad burocrática, sino una despedida sincera, cargada de emociones. En mi caso, dejé mis pocas pertenencias a mi madre y a mi polola: una cama, un velador, un equipo de música, una cómoda, un gamulán, unos blue jeans Lee comprados en la zona franca, unos anteojos Ray – Ban y un par de botas de cuero café.
Junto a estas “pilchas”, una carta llena de gratitud y un último adiós, liberando a mi polola de cualquier promesa, deseándole que fuese feliz en un Chile libre, aunque yo no estuviera para verlo.
Con un fusil SIG al hombro, un corvo afilado al costado y un cohete antitanque en la espalda –que apenas sabíamos usar–, estábamos listos para enfrentar al enemigo. No teníamos tiempo para lamentarnos, y cuando la comida no llegaba, sobrevivíamos con harina tostada disuelta en nieve o una tortilla de rescoldo ofrecida por un baqueano. En ocasiones, hasta un chivo desafortunado nos permitió un festín improvisado, no sin discusiones con su dueño.
En esas noches frías y estrelladas, compartíamos cigarrillos y esperábamos el paso de los satélites, cuyos horarios conocíamos de memoria. Mirarlos cruzar el cielo sobre Pino Hachado, Vado Tucapel o Liucura, se había convertido en un ritual, un momento de calma en medio de la tensión constante. Aunque pareciera absurdo, esa conexión con algo tan lejano nos hacía sentir un poco más humanos.
En una de esas frías mañanas, nuestros observadores adelantados nos alertaron que, entre la poca luz de ese crepúsculo matutino, se observaban movimientos en la línea fronteriza. No eran soldados argentinos. Eran cientos de chilenos expulsados de ese país, que entre medio de la neblina cruzaban la frontera con sus hijos en brazos, temerosos de que algún soldado nervioso disparara al confundirlos con el enemigo. Esos momentos, cargados de tensión y humanidad, marcaron a muchos de nosotros para siempre.
La camaradería, la mística y el espíritu de cuerpo se forjaban en cada gesto, en cada sacrificio. A nuestras espaldas, las ciudades seguían su curso. Mientras nosotros enfrentábamos el riesgo de la muerte, muchos jóvenes universitarios planeaban sus vacaciones o se reunían en piscinas y clubes sociales. La desconexión era total, y pocos entendieron entonces, como pocos lo entienden ahora, que sus logros y libertades se construyeron a la sombra de los sacrificios de aquellos que defendimos sus espaldas.
Recuerdo también cómo los capellanes recorrían las líneas defensivas repartiendo escapularios y palabras de aliento. Todavía conservo el mío, un pequeño objeto que, en esos días, era mucho más que un símbolo religioso: era un recordatorio de que no estábamos solos y de que, en última instancia, nuestra fe era nuestra mayor fortaleza.
En esas trincheras, formadas por oficiales, clases y soldados, no había lugar para dudas ni miedos. Cada uno estaba allí por una sola razón: cumplir con su juramento. Un juramento que recordaba a nuestros héroes como Arturo Prat y los marinos del Combate Naval de Iquique, o al Capitán Ignacio Carrera Pinto y los 77 chacabucanos que murieron en el Combate de La Concepción.
Ellos, incluso antes de que existiera este juramento, eligieron voluntariamente dar la vida por la patria. No por sus ideas, no por sus intereses personales, sino por algo superior: Chile.
Hoy, las islas Picton, Nueva y Lennox siguen siendo chilenas. Pero el precio no fue solo nuestro esfuerzo físico. Muchos de quienes estuvieron allí son ahora prisioneros de su pasado, no porque lo eligieran, sino porque cumplieron con un juramento que trascendía lo personal.
Y aquí estamos, 40 años después, mirando a un país que parece haber olvidado esos sacrificios.
¿Qué han hecho nuestras autoridades y los políticos con el Chile que defendimos con tanto esfuerzo? Se coluden en pactos de silencio, premian a quienes queman nuestros monumentos y no persiguen a quienes ultrajan nuestra bandera.
En lugar de honrar a las Fuerzas Armadas y de Orden que sostuvieron la paz, las desprotegen y las desprecian evitando la participación en actos que conmemoran esa fecha, mientras la mentira, la violación, los borrachos, la corrupción y el saqueo a través de fundaciones truchas han manchado al Gobierno y políticos sin decoro ni respeto ignoran las más mínimas normas de protocolo y formalidad, incluso en las ceremonias que representan al país.
Un gobierno más preocupado de “fotos íntimas” con un pésimo manejo comunicacional, más propio de la farándula.
A veces, cuando uno mira hacia atrás, es imposible no preguntarse: ¿Y tanto sacrificio… para qué?