Hablemos de hipocresía, por Orlando Sáenz.
Creo que el defecto humano que más detesto es el de la hipocresía, o sea, aquel que consiste en aparentar, hasta con aspavientos, virtudes que no se tienen y demostrar repulsas por comportamientos ajenos en que se incurre cada vez que conviene. Como la hipocresía siempre ha sido un arma política, y nunca ha estado más en boga que en la chilena de hoy, me propongo analizarla y denunciarla en dos terrenos en que la conozco bien: en el de los derechos humanos y en el de la corrupción.
Es un hecho que nuestra civilización se ha propuesto resueltamente la monumental tarea de definir y hacer cumplir consecuencialmente un código de reconocimiento y respeto a bien precisos derechos humanos. La mayoría de la gente que conozco no parece darse cuenta de la profundidad ética y sociológica de ese propósito, que ninguna civilización anterior siquiera consideró. Pero, lo que todavía espera definición, es la normativa para compatibilizar ese respeto a los derechos humanos con la indispensable función coercitiva del Estado, la que es consustancial con su existencia misma, al punto de que todos los códigos penales que existen o han existido se basan en el principio de que el Estado tiene derecho a conculcar punitivamente algunos derechos humanos fundamentales cuando sus leyes son infringidas.
Esa indefinición todavía existente provoca que, mientras algunos estados no ceden en ninguna de sus capacidades coercitivas, hay otros que las merman de tal manera que pierden la capacidad básica de imponer el orden público y garantizar la seguridad de sus gobernados. Existe, pues, una amplia tierra de nadie conceptual en la que han encontrado terreno buena cantidad de organizaciones que, bajo el pretexto de vigilar el cumplimiento del respeto a los derechos humanos, se han convertido en templos de la hipocresía y en armas desestabilizadoras de los gobiernos democráticos en muchas partes del mundo. Varias de ellas, bajo ese pretexto, se han transformado en eficaces protectoras de los delincuentes y de los subversivos y lo hacen instrumentalizando a la justicia, a los políticos y a la opinión pública. Su principal instrumento para ello es el doble estándar con que magnifican los derechos de los infractores en detrimento de los de sus víctimas y, mucho más aún, los de los agentes del orden público.
A la sutil hipocresía del doble estándar, que magnifica los derechos humanos de unos mientras ignora los de otros, estas organizaciones que en verdad son instrumentos del extremismo político, añaden la mucho más exquisita de la elección de sus campos de acción. Saben que pueden atemorizar a los mandatarios y a las instituciones de las democracias anémicas de los países del Tercer Mundo siempre que no se les ocurra la idea de defender sus hipócritas ideales en los países poderosos. ¿Las ha visto alguien, alguna vez, amenazar con juicios o cárceles a un jefe de policía de Estados Unidos, por ejemplo, para no hablar de un alcalde o un gobernador o un presidente? Y eso que ahí tienen un caso como el chileno de Catrillanca casi cada semana. ¿Los ha visto alguien ir a meter las narices a China o a preocuparse del genocidio en marcha como es el de los palestinos en Israel?
Como creo que he demostrado la feroz incubación de hipocresías en la tierra de nadie que existe entre el respeto a los derechos humanos y el imprescindible poder coercitivo del Estado, invito a mis lectores a examinar más atentamente lo que ocurre en Chile, entendiendo que nuestro desdichado país es, en esto, un epicentro de este problema a nivel mundial. Aquí el abuso de esa hipocresía ha llevado al extremo de privar al Estado de toda capacidad para asegurar a sus ciudadanos la mantención del orden público y su frágil seguridad. El caso de la guerrilla en la Araucanía es emblemático. No conozco a nadie que espere que, con los procedimientos en marcha, ese foco guerrillero militarmente organizado sea controlado. Todos sabemos que se volverá endémico y solo terminará cuando su cáncer devore a todo el país o cuando surja un mandatario que se decida a extinguirlo por el único camino que es posible y que no es otro que el de una operación militar a buena escala. Y ello, porque es vano esperar una decisión semejante en el ámbito político de una democracia agónica como es la que tenemos hoy día.
El abuso de la hipocresía llega en Chile al extremo de que, con la máscara de la seriedad, se obliga a perder el tiempo de magistrados bien rentados en la estúpida consideración de situaciones que más parecen bromas que otra cosa. Somos el único país del mundo en que hay un policía procesado bajo la acusación de intento de asesinato con un chorro de agua desde un furgón policial durante un disturbio callejero. Somos el único país del mundo en que son más los agentes del orden muertos, procesados, heridos o exonerados que los terroristas con los cuales están combatiendo. Somos el único país de habla hispana en que el verbo manifestar es sinónimo de saquear, agredir, romper y derribar estatuas públicas y que, por eso, se supone un derecho inalienable. Somos el único país supuestamente democrático del mundo en que el mandatario más “prudente” de su historia (no confundir con “cobarde”) es constantemente acusado de abuso de poder por un Parlamento de vocación circense.
Tal vez lo más penoso de soportar en esta hipocresía institucionalizada, sea el verla instrumentalizada por quienes son los discípulos directos de los genocidas más grandes de la historia, como son los comunistas. Eso añade el agravio al efecto de su mañoso accionar porque implica suponer que todo el resto somos tan idiotas como para no darnos cuenta de su verdadero propósito que no es otro que privar al Estado de su capacidad para controlar su propia actividad desquiciadora.
Pero, con todo, tal vez la mayor hipocresía convertida en sistema de vida sea la que todos compartimos al seguir pretendiendo que vivimos en una democracia en que está vigente un estado de derecho nunca vulnerado.
Fuente: https://ellibero.cl/opinion/orlando-saenz-hablemos-de-hipocresia-i/
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