La libertad de expresión prevalece
Lucía Santa Cruz, El Mercurio, Columnistas, 21/12/2018
Opinión
Se suele afirmar que habría una contradicción entre la libertad de expresión y el respeto a los derechos humanos y que, en caso de conflicto, siempre debería primar la consideración por estos últimos.
Este supuesto ignora que la libertad para expresar las ideas y las opiniones es uno de los derechos humanos más fundamentales.
No es una mera coincidencia que la primera declaración de derechos, de 1789, ya afirmaba que “la libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más valiosos del Hombre; por consiguiente, cualquier ciudadano puede hablar, escribir e imprimir libremente”.
Desde entonces, este principio ha sido recogido en las cartas fundamentales como un derecho inalienable, incluida, por cierto, la Declaración Universal de Derechos Humanos.
John Stuart Mill iba más lejos aún y sostenía que debería existir la libertad más plena para “profesar y discutir, como una cuestión de convicción ética, cualquier doctrina, por inmoral que pueda ser considerada”, y que “la vergüenza social”,o el clima de opinión imperante, no debía ejercer censura sobre el pensamiento.
Antes que él, Tocqueville ya había expresado su temor al predominio de la “tiranía de la opinión”que no respeta el derecho al disenso y se ejerce por la opinión dominante de las mayorías (lo que hoy llamaríamos “la corrección política”), que condena al silencio o al escarnio público a quienes se atreven a disentir.
Esto representa “un modo de coerción invisible y no violento, que deja el cuerpo y va derecho al alma”, lo cual termina por imponer una avasalladora homogeneidad e impide el surgimiento de individuos originales.
Esta fragilidad permanente de la libertad puede deberse al olvido o ignorancia de cuánto le ha costado al ser humano hacerla realidad. El pasado, hasta hace poco más de 200 años, fue la historia de la censura, la opresión, el imperio de verdades reveladas incuestionables y el predominio de ortodoxias que sofocaron la creatividad y la innovación: las iglesias, los monarcas, todos quienes ejercieron el poder sin límites, siempre adujeron muy “buenas razones”para reprimir el desacuerdo y silenciar la diversidad política, religiosa o social.
Galileo y Sócrates no fueron excepciones y hoy mismo, a pesar de los avances, se ciernen graves amenazas sobre ciertas ideas, no solo en los países totalitarios, donde por definición imperan “verdades oficiales”, sino también en lo que ha sido la cuna de la civilización.
Es evidente que la libertad de expresión, como todas, tiene límites, al menos si su ejercicio implica daño para otros. También es cierto que existen áreas grises en que distintos derechos colisionan, pero siempre será mejor si el peso de la prueba recae sobre la necesidad de restringir la libre expresión de ideas.
Relacionada con esta, también se yergue la sombra odiosa de la censura a la libertad académica para investigar y difundir el pensamiento y el conocimiento sin temor a represalias políticas, económicas, físicas o sociales. Hoy se multiplican las publicaciones que denuncian alarmadas la represión de cualquier pensamiento que cuestione las nuevas verdades reveladas en temas de género, condición étnica o de diversidad sexual, y subordinan la libre expresión al presunto derecho a “no ser ofendido”.
Hay innumerables ejemplos, especialmente en universidades norteamericanas, de silenciamiento forzoso, incluso violento, de ciertas visiones académicas que cuestionan la opinión de la mayoría, que por lo demás no son necesariamente de las mayorías, sino de quienes monopolizan la expresión de la opinión.
Vale la pena reafirmar que la academia consiste precisamente en esa búsqueda desapasionada de la verdad, aunque ella nos disguste, y que no hay ninguna causa, por noble que ella sea, a la cual esta deba someterse.