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cuando se trata de juzgar a terceras personas, somos de una estrictez notable, lo que no es necesariamente malo pues, es lo que en este aspecto, hace diferentes a un cuerpo social de otro, a un país de otro, a una institución de otra.
El caso Karadima ha generado un interesante debate sobre los alcances de la verdad como un bien superior de toda sociedad, algo que nadie con una estructura conceptual básica se atrevería a cuestionar y menos negar, pero que, para tratar de ser justos, debiéramos ponderarla en lo que han sido los hábitos y costumbres de las propias sociedades y sus cuerpos orgánicos representativos.
Un ejemplo de lo anterior lo encontramos, con frecuencia, en nuestras propias relaciones familiares, con que nivel de veracidad damos respuesta a las inquietudes de nuestros niños, con que transparencia manejamos nuestras cuentas personales, como enfrentamos eventuales infidelidades y, tantas otras expresiones que podrían servir para reforzar esta idea.
Ahora bien, cuando se trata de juzgar a terceras personas, somos de una estrictez notable, lo que no es necesariamente malo pues, es lo que en este aspecto, hace diferentes a un cuerpo social de otro, a un país de otro, a una institución de otra.
Esta dualidad, que considera la verdad como un bien, también termina lamentablemente por ver el impacto que dicha verdad puede producir en la estructura que estemos analizando y, dependiendo de cual sea la visión del daño, muchas veces hace que se termine actuando con cierto grado de pragmatismo.
Pero, volvamos al caso de Karadima y a la respuesta de la jerarquía de la Iglesia Católica chilena ante un hecho de esta naturaleza, ¿se justifica esta actitud por la intensión de no dañar el prestigio de una institución fundamental y cuyo ascendiente sobre la comunidad a la cual sirve está fuera de toda discusión?
Difícil respuesta, más aun, cuando la situación al explotar, lo que necesariamente siempre ocurre, produce un daño mucho mayor que aquel que hubiera generado la verdad pura, pues pone en cuestión la reacción de quienes tenían a su cargo la conducción de tan delicadas materias y, peor aun, daña la confianza que tan trascendente estructura requiere.
Difícil por cierto, pero, por lo mismo y como el daño ya está hecho, me atrevo a expresar que un criterio orientador, debiera apuntar a que situaciones como éstas no se repitieran y, por lo tanto, las sanciones debieran ser justas, oportunas y ejemplificadoras, y sin las pasiones propias de emocionalidades colectivas que deforman la verdad que precisamente estamos buscando.
Jorge P. Arancibia Reyes.