LAS CRISIS GEOPOLÍTICAS 2022
El Mostrador, 30/12/2022
La geopolítica del COVID-19. Durante los últimos tres años, la eficacia de la respuesta de cada país frente a la emergencia del COVID-19 configuró una suerte de radiografía de las capacidades políticas, logísticas y científicas de uno de ellos frente a una situación de estrés de la magnitud de una pandemia global.
No solo en términos del número de víctimas, sino también de cohesión interna y de agilidad de los sistemas hospitalarios (y otros servicios públicos y privados), pusieron al descubierto debilidades y fortalezas de cada actor del sistema internacional.
Atendidos los necesarios matices, resultó evidente que los países occidentales (entre ellos Chile) fueron más eficaces en la construcción de estados de situación para focalizar recursos y –luego que las primeras vacunas estuvieron disponibles– obtener cantidades suficientes de los productores para desplegarlas de manera que cada ciudadano fuera inoculado.
En la coyuntura fue también evidente que los países productores de vacunas privilegiaron a aliados y cercanos, postergando –no obstante la profundidad de la tragedia entonces en curso– a países antagónicos o, simplemente, periféricos en las respectivas esferas de influencia.
La pandemia ilustró las divisiones geopolíticas estructurales del mundo, especialmente aquellas que dividen a Occidente de China y de Rusia. De diversas maneras, la vacuna elegida ilustró el estado de las relaciones entre el país receptor y el país productor, contexto en el que Chile se mantuvo hábilmente equidistante de los tres principales productores, ergo, Estados Unidos y Europa (Occidente) y China (que, sintomáticamente, nos privilegió por sobre otros países).
En perspectiva, la geopolítica de la pandemia agregó sustrato al tejido del orden internacional resultante de los ataques de septiembre de 2001 sobre Nueva York y Washington que, con las subsecuentes invasiones de Afganistán e Iraq, en sus cimientos remecieron la globalización que siguió al statu quo de la Guerra Fría.
Más recientemente a ese orden internacional se agregaron, entre otras, las transformaciones derivadas de la Primavera Árabe que, con el derrocamiento del régimen del coronel Gadafi (y posterior guerra civil en Libia), la tragedia de la guerra civil en Siria y el auge y caída del Estado Islámico, habían radicado en el Norte de África y el Medio Oriente focos de conflicto que algunos analistas consideraban ilustrativos de la pugna valórica entre las civilizaciones occidental e islámica.
Desde un punto de vista más amplio, hasta la eclosión de la pandemia (fines de 2019), en lo principal el orden mundial se apalancaba sobre el enfrentamiento geopolítico y geoeconómico entre Estados Unidos y China, contexto en el cual también debía situarse la amenaza nuclear representada por el régimen estalinista de Corea del Norte.
Sobre todo durante la segunda mitad de la administración de Donald Trump (2019-2020), ese enfrentamiento (matizado con la pseudoamistad del presidente norteamericano con Kim Jong-un) había trasladado a la Cuenca del Pacífico el principal foco de conflicto político, geopolítico y geoeconómico del mundo.
El nuevo orden surgido de los errores de Putin. En ese mismo escenario, los aliados europeos de Estados Unidos continuaban abocados a la contención y a la cooperación energética con Rusia, a pesar de la gravedad de la invasión de Crimea y del secesionismo de la provincias orientales de Ucrania, que desde marzo de 2014 era orquestado por Moscú.
Incluso, ese estado de cosas no cambió sustancialmente luego que, en julio del mismo año, un misil prorruso derribó un avión de Malaysia Airlines, causando la muerte de decenas de ciudadanos europeos.
Con la excepción del Reino Unido, los Países Bajos y Polonia, encabezados por el núcleo duro franco-alemán, los europeos preferían una Realpolitik interesada, que asegurara el suministro de los hidrocarburos rusos requeridos por el consumo industrial y domiciliario.
Todo ello cambió rápidamente a partir del 24 de febrero pasado, una vez que Rusia inició su denominada “operación militar especial” en Ucrania.
Para entonces, sin embargo, el contexto político internacional era distinto al que prevalecía antes de la epidemia. A esa fecha, ni Donald Trump (que junto con una abierta admiración por Putin había impuesto ciertas diferencias al interior de la OTAN), ni Angela Merkel (cuya tolerancia a cambio de gas ruso era bien conocida) gobernaban Estados Unidos o Alemania, respectivamente.
Antes habían sido reemplazados por la administración de Joe Biden (abiertamente hostil a Rusia por su rol en las elecciones norteamericanas de 2015) y el gobierno de Olaf Scholz, en el poder con una nueva generación de políticos alemanes no solo fastidiados con la política rusa de la era Merkel, sino decididos a aprovechar la invasión de Ucrania como pretexto para terminar de impulsar el cambio de la matriz energética de su país y, por extensión, de Europa (reemplazar los hidrocarburos por energías limpias y renovables).
Si a Putin se le reconocía conocimiento de la política alemana (antes había sido oficial de la KGB en Dresde), la reacción de la nueva clase política germana dejó en evidencia que esa capacidad no ha sido actualizada.
En perspectiva puede decirse que, al igual que en 1941 la invasión de Yugoslavia retrasó el ataque de la Alemania nazi sobre la Unión Soviética, en su transcurso la pandemia del COVID-19 generó un nuevo escenario global, caracterizado por un gobierno estadounidense decidido a enfrentar económica y militarmente las pretensiones rusas en Europa del Este.
Transcurridos más de 10 meses desde el inicio de este –ampliamente anunciado– conflicto, la evidencia apunta a que los dados están echados para Rusia. Hoy ese país no solo tiene pocas posibilidades de ganar la guerra, sino que el costo político y económico de esta terminará reduciéndolo al estatus de potencia con esfera de influencia reducida a ciertas regiones del Asia Central. A todo lo largo de su frontera occidental, la capacidad de influencia de Rusia es cercana a cero.
Mientras todos los principales conflictos se concentran en el hemisferio norte, Chile y los demás países de América del Sur parecen cómodos observando a distancia. Si bien, con la excepción de Venezuela, todos han terminado condenando la invasión rusa de Ucrania, ninguno se ha aventurado a hacer actos de solidaridad con la población civil agredida. Ni Chile, ni ninguno de los países sudamericanos (para los cuales el respeto de los derechos humanos es un pilar de sus respectivas políticas exteriores), ha arriesgado ningún gesto material de solidaridad. En el caso de la geopolítica de la Región del Pacífico, ese ánimo observador se repite, en parte fundamental porque China se ha convertido en el principal socio comercial y principal inversor extranjero en casi toda la región.
El fracaso geopolítico ruso. Es más, si el objetivo político consistía en desnazificar al gobierno de Kiev, la invasión consolidó el ethos nacional ucraniano, y elevó a Volodímir Zelenski al estatus de hombre del año.
Si el objetivo geopolítico era dividir a la OTAN, esta se consolidó y, vía la adhesión de Suecia y Finlandia, terminó rodeando a la Rusia Occidental desde el Mar de Barents al Mar Báltico.
Hoy, Rusia limita con la OTAN desde el Ártico hasta el Mar Negro (en el cual Turquía controla el acceso desde y hacia el Mar Mediterráneo). Desde la frontera finlandesa, solo 150 kilómetros separan a los ejércitos de la OTAN del centro de San Petersburgo.
Este es un hecho significativo, pues entre los efectos colaterales de la invasión de Ucrania se cuentan, primero, el decidido rearme alemán (impensable a fines de 2021) y la evidente voluntad de Polonia (38 millones de habitantes y 1,5 millón de refugiados ucranianos) de recuperar su condición de potencia regional en Europa del Este y el Báltico (que, per se, importa una relación frontalmente antagónica con Rusia). En este hecho persiste un evidente peligro, pues Polonia es, quizás, el más antirruso de esa región.
Si en lo inmediato el objetivo material era lograr la secesión del Donbás y consolidar la anexión de Crimea, todo indica que, una vez terminado el invierno, con la ayuda financiera y más y mejores armas occidentales, los ejércitos ucranianos podrían desrusificar ambas regiones.
Es evidente que Estados Unidos y sus aliados ya decidieron que –cueste lo que cueste– Rusia no ganará la guerra en Ucrania. A esto se refiere la queja de Putin y su ministro Lavrov, cuando señalan que Occidente busca la ruina de Rusia.
Hasta ahora, el desempeño militar (estratégico y táctico) ruso ha sido más que deficiente. El tragicómico blitzkrieg sobre Kiev, y las aparatosas retiradas en masa desde Izium, Lyman y Jersón así lo evidencian. Salvo superioridad numérica, el esfuerzo de guerra ruso no ha demostrado la capacidad que se le suponía.
Por el contrario, ha hecho patente la obsolescencia de su arsenal convencional, además de innumerables carencias logísticas y un plan de batalla anticuado y a merced de la guerra en modo OTAN practicada por el ejército y las milicias ucranianas.
El indiscriminado uso de artillería de saturación sobre blancos civiles (similar a la artillería soviética de la Segunda Guerra Mundial), el empleo de miles de mercenarios y la desesperada conscripción de 300 mil soldados (incluidos cerca de 40 mil criminales reclutados en las cárceles rusas), así lo comprueban.
Mientras tanto, el efecto de las sanciones económicas se acumula y se hace patente, por ejemplo, sobre la producción del llamado complejo militar-industrial, obligado a recurrir a drones iraníes, a munición de Corea del Norte y a reutilizar componentes de electrodomésticos.
Ello, a la vez que Rusia se enfrenta a una situación de grave aislamiento político y diplomático (especialmente en la Asamblea General y la Comisión de Derechos Humanos), que ni siquiera la celebración de las fiestas de fin de año en el Kremlin (con vino y salmón chileno) puede omitir.
Se trata del aislamiento político de uno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, cuya dirigencia comienza a mostrar preocupantes signos de frustración y pánico.
Si en el relato oficial la invasión a Ucrania era una simple operación especial, no una guerra, el reciente uso de dicho vocablo (prohibido por ley) por parte del mismo Putin, resulta sintomático. También lo son las renovadas amenazas nucleares del ministro Lavrov, indicativas de que la adversa situación en Ucrania comienza a ser percibida como una amenaza existencial y personal.
En prospectiva, podría decirse que no solo el curso de la guerra en Ucrania, sino la seguridad de Europa, están ligadas a la evolución de esa percepción.
Esto, no solo por las anotadas escasas posibilidades de victoria de las fuerzas militares rusas, sino porque es sabido que organismos de Naciones Unidas (y varios gobiernos) han comenzado a preparar un tribunal internacional para juzgar a los responsables de las masacres y otras atrocidades perpetradas a partir de febrero sobre la población civil ucraniana. He aquí un aspecto a seguir durante 2023.
China y la geopolítica post COVID en el Pacífico. Mientras el esfuerzo de guerra ruso hacía evidentes las limitaciones del poder de Vladimir Putin, pese a ciertas expresiones de comprensión, el gobierno chino de Xi Jinping simplemente evitó involucrarse en el conflicto de Ucrania.
Además de que para China se trata de una región lejana a su esfera de influencia, el debilitamiento del poder ruso es –especialmente en el Lejano Oriente– instrumental a los objetivos geopolíticos de Beijing.
La prioridad del régimen de Xi Jinping estuvo desde el inicio en la consolidación de su poder interno, logrado en octubre cuando el Comité Central del Partido Comunista lo confirmó –por tercera vez– presidente de la República, presidente de Comité Militar y secretario general del Partido. Poder absoluto.
Mientras eso ocurría, la diplomacia china se anotó un triunfo logrando que su gobierno no afectara las relaciones con países europeos que, como Alemania, son importantes socios tecnológicos. Para Beijing, la decisión alemana de financiar un rápido rearme sorprendió y preocupó. La responsabilidad de tal circunstancia (Alemania es aliado de Estados Unidos) debió atribuirse a Rusia que, invadiendo Ucrania, había generado una carrera armamentista que enseguida permitió que Japón justificara su propio rearme militar. Otro efecto colateral del mal cálculo de Putin.
Aunque no en el tono (casi vulgar) empleado durante la administración Trump, a partir de enero de 2021 Estados Unidos continuó acaparando la preocupación de Beijing, pues el propio Joe Biden sindicó a China como principal adversario estratégico de su país (y, por extensión, de Occidente).
A la fecha, entre los aspectos menos conocidos de la nueva estrategia estadounidense hacia China, se cuentan una serie de sistemas de armas (resultado de millonarias inversiones) que entrarán en servicio en 2023, para impedir el despliegue chino más allá de sus 200 millas náuticas. La importancia de esos sistemas es mucho más que anecdótica.
Y aunque el presidente Biden no modificará la política de una sola China, de todas formas ha fortalecido su alianza política y militar con Taiwán. En contexto (y no obstante la reticencia del Departamento de Estado), la bullada visita de Nancy Pelosi a Taipéi en agosto último debió entenderse en ese sentido.
La convincente afirmación de que, cualquiera sea la circunstancia, Washington está dispuesto a defender la autonomía de Taiwán, por extensión ofreció la circunstancia para que el gobierno conservador japonés validará la ya mencionada política de rearme que, de manera solapada, ya tiene al menos una década. En este caso, Tokio comunicó su decisión de –igual que Alemania– duplicar su gasto militar (en 2023 más de USD 100 billones) que, de la manera más obvia, impactará el equilibrio geoestratégico en la región del Pacífico Occidental (mercado principal de las exportaciones chilenas).
Elementos de estrés adicional: Japón y las dos Coreas, Irán e Israel. Realizados bajo la atenta tolerancia china, los numerosos ensayos de mísiles de diverso alcance disparados por Corea del Norte no solo activaron las alarmas de Japón, sino que justificaron también el silencioso fortalecimiento de las ya muy importantes capacidades militares de Corea del Sur.
Entre otras cosas, este país parece estar desempeñando un rol subsidiario en la guerra de Ucrania, pues su industria militar está plenamente dedicada a reponer los stocks de municiones de diversos calibres que Estados Unidos y otros países han donado al gobierno de Kiev.
Es un hecho que, pese al recuerdo de las atrocidades cometidas por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, el irredentismo chino sobre Taiwán y el calculado (o mal calculado) rol desestabilizador de Corea del Norte han, bajo el auspicio norteamericano, impulsado a Seúl a solidificar su alianza estratégica con Japón. Sumadas las capacidades de ambos países, se conforma un adversario formidable para China.
A esa cooperación se agrega Australia, que a su vez ha iniciado un ambicioso plan de construcciones navales con Estados Unidos. Hoy las capacidades de esas tres grandes economías apuntan a enfrentar y a contener el avance chino en la Región del Pacífico. Un hecho de la causa.
En este peligroso estado cosas, el nuevo gobierno de Israel parece haber identificado una coyuntura para consolidar su dominio sobre los territorios ocupados, que la comunidad internacional reconoce bajo administración palestina.
Esto luego que el debilitamiento de la presencia rusa en Siria restara urgencia a esa amenaza, y la situación interna en Irán comenzara, al menos hipotéticamente, a amenazar la viabilidad del régimen de los ayatolas. Información disponible indica que el malestar social con el régimen teocrático de Ali Khamenei está ampliamente extendido.
En el caso de los planes del nuevo gobierno de Benjamín Netanyahu para los territorios ocupados, el propio rey de Jordania ha hecho ver las graves repercusiones que estos podrían tener para la paz con Israel. Todo indica que el antiguo (y siempre renovado) conflicto de Oriente Medio promete ganar en gravedad en 2023.
Chile y América del Sur. Mientras todos los principales conflictos se concentran en el hemisferio norte, Chile y los demás países de América del Sur parecen cómodos observando a distancia. Si bien, con la excepción de Venezuela, todos han terminado condenando la invasión rusa de Ucrania, ninguno se ha aventurado a hacer actos de solidaridad con la población civil agredida.
Ni Chile, ni ninguno de los países sudamericanos (para los cuales el respeto de los derechos humanos es un pilar de sus respectivas políticas exteriores), ha arriesgado ningún gesto material de solidaridad.
En el caso de la geopolítica de la Región del Pacífico, ese ánimo observador se repite, en parte fundamental porque China se ha convertido en el principal socio comercial y principal inversor extranjero en casi toda la región.
Queda por verse si los problemas estructurales que, se entiende, podría enfrentar la economía china en los próximos años, o los potenciales cambios sociales y/o políticos que pudieran derivarse del fracaso de la política de cero Covid de Beijing, alterarán este estado de cosas.
Por lo pronto, el cierre de 2022 encuentra a China sometida a una nueva ola de COVID, tan grave como aquellas de comienzos de 2020. La diferencia es que ahora la dirigencia china no solo debe enfrentar una población fastidiada con las restricciones, sino que a un amplio sector de la juventud que admira el modo de vida occidental y que no está dispuesta a renunciar a los espacios de libertad y a los bienes materiales de la economía de mercado (comenzó por los smartphones y la internet).
Por ahora, Chile y América del Sur permanecen calculadamente lejanos a todos estos conflictos, conscientes, sin embargo, del enorme potencial desestabilizador de todos ellos.
Esto debería obligarnos a un permanente análisis prospectivo siguiendo, por qué no, el ejemplo de los pueblos germánicos que practican el pesimismo sistemático, preparándonos para nuevas eventualidades catastróficas.
Si estas finalmente no ocurren, no habremos perdido nada. Si una o todas terminan gatillando nuevos escenarios de estrés, entonces no habremos comenzado de cero.
Un aporte del Director de la Revista UNOFAR, Antonio Varas Clavel
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