Desde que el Gobierno anunciara el patrocinio a un proyecto de ley para dejar sin efecto el decreto ley 2.191, la llamada “Ley de amnistía”, se ha abierto un debate sobre las modalidades de esa ineficacia: derogación o nulidad, y sobre los efectos de estas alternativas.
El ministro de Justicia ha sido más bien ambiguo sobre los objetivos y consecuencias de la iniciativa. Otras autoridades, como los senadores Girardi y Navarro y la misma directora del Instituto de Derechos Humanos, plantean que la ley debiera permitir no solo que la amnistía no se aplique en futuros procesos, sino que se reabran causas judiciales terminadas. La Presidenta Bachelet intentó zanjar el tema diciendo que “lo juzgado está juzgado”, pero el martes 23 ella misma puso suma urgencia al proyecto que, en uno de sus artículos, dispone que la amnistía carecerá “de todo efecto jurídico para el juzgamiento de las responsabilidades penales… emergentes de los hechos que ella pretende cubrir”.
Hay que reconocer que la reapertura de causas afinadas es el único efecto práctico que podría tener una legislación en la materia. Es sabido que para las causas pendientes o futuras los tribunales, desde hace más de una década y de modo consistente, consideran que el decreto ley 2.191 no debe eximir de responsabilidad penal, por aplicación preferente de ciertos tratados internacionales que declaran que los delitos de lesa humanidad no son amnistiables.
Pero ningún tratado ni principio jurídico-internacional permite ir contra la cosa juzgada, una de las garantías básicas de todo Estado de Derecho que se precie de tal. Si simplemente se derogara el decreto ley 2.191, no se pondría en discusión que se haya aplicado en cuanto norma legal vigente a la época en que se dictó la sentencia que ha podido basarse en ella. Pero el proyecto de ley, ahora en trámite de suma urgencia, no contempla la derogación, sino su nulidad: propone que se le declare “insanablemente nulo”.
La expresión tiene una resonancia argentina -el laudo arbitral del Beagle fue también declarado por ese país como “insanablemente nulo”-, y efectivamente de allí proviene esta curiosa teoría de que si se declara “nula” una ley de amnistía, se la priva de eficacia de manera retroactiva, es decir, se reputa que nunca ha existido como tal y, en consecuencia, las sentencias que hayan podido dictarse conforme a ella deben considerarse igualmente ineficaces. Pero este objetivo vulnera uno de los principios más fundamentales de nuestro orden jurídico. Desde la Constitución de 1833 (art. 108), pasando por la de 1925 (art. 80), hasta la actualmente en vigor (art. 76), prácticamente con las mismas palabras, se prohíbe que el Congreso o el Presidente de la República, o ambos conjuntamente, puedan “hacer revivir procesos fenecidos”.
Una ley que pretendiera reabrir causas falladas por sentencias ejecutoriadas o firmes vulneraría frontalmente esta norma más que secular y así debería declararlo el Tribunal Constitucional, ya sea en forma previa, a requerimiento de un cuarto de los senadores o diputados en ejercicio, o luego de su entrada en vigencia, a través del recurso de inaplicabilidad interpuesto de oficio por el juez o por cualquier interesado en la gestión judicial por la que se pretenda reabrir el proceso terminado por sentencia firme.
Además de todo lo anterior, hay que considerar que el Poder Legislativo no tiene la atribución de declarar nulidades, menos las de sus propias leyes. Dentro de las materias sobre las que pueden dictarse leyes, no figura ninguna que lo autorice a ello. De este modo y conforme con el art. 7 de la misma Carta Fundamental, que señala que todo acto de una autoridad que exceda las atribuciones que ella le concede será nulo, la misma ley que pretendiera anular la “ley de amnistía” carecería de validez.
Sería, parafraseando a los autores del polémico proyecto, “insanablemente” nula.
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