Ernesto Tironi – El Líbero, 13/12/2024
El director del Departamento de Asuntos Públicos de la USACH, Mauricio Olavarría, ha publicado recién un libro “Progreso, democracia y felicidad”, editado por dicha universidad. ¡Tremenda valentía de atreverse a reflexionar sobre la relación entre esos complejos temas, y con muchas referencias a Chile!
El año anterior al estallido social, en una encuesta en toda América Latina sobre felicidad, Chile ocupó el primer lugar en la región. ¡Y miren todo lo que pasó pocos meses después!
Un buen gobierno podría tener presente generar un espacio o ambiente en que más personas se sientan felices. Gobernar es educar. Y educar es no sólo aprender técnicas y profesiones. También es formar seres humanos plenos tanto en lo material como espiritual. |
Parece valer la pena entonces indagar sobre este tema. También cuando hay un clamor en el país por mejorar nuestra democracia, reformando el sistema electoral ante la inflación de partidos políticos y la dispersión de parlamentarios independientes que impiden un diálogo responsable entre las autoridades para gobernar.
La tesis básica del autor es que: “Felicidad, democracia y progreso son conceptos indisolublemente entrelazados en el propósito de construir una sociedad plenamente humana”. Y agrega, “la felicidad expone el objetivo, el progreso indica el camino, la democracia establece la institucionalidad -formal e informal- para transitar hacia el objetivo”.
Desde cierta perspectiva lo anterior parece cierto, pero diría que sólo en un sentido demasiado superficial. Hay múltiples y complejas interrelaciones entre esas aspiraciones, la mayoría no lineales y muchas recíprocas.
Primero, la felicidad para mí es mucho más que un concepto. Pero, además, el autor parece poner esos tres “conceptos” (para usar su terminología) en el mismo plano o el mismo dominio. Esto me parece un error. Supone implícitamente que más progreso o democracia generan felicidad, o que ellas son condiciones para la felicidad.
Discrepo de esa manera de entender la relación entre los tres conceptos. La felicidad es otra cosa (aunque no es una cosa) que se encuentra en otra parte, en otro dominio o dimensión. Y se logra de otra forma radicalmente distinta.
No se encuentra logrando determinadas condiciones en el mundo, sino alcanzando una determinada forma de entender la vida y de vivirla. La vida personal y, desde allí, también la vida en comunidad o social.
En otras palabras, la democracia y el progreso se encuentran en el dominio del hacer humano; la felicidad se encuentra en el dominio del ser humano.
Con esto no pretendo desconocer el extraordinario logro que son para la humanidad estos “haceres sociales” que son el progreso y la democracia. Son logros de una acción notable que es el conversar constructivo basado en el respeto de otros diferentes.
Que además tiene una historia evolutiva reciente, aunque sea milenaria, al iniciarse de manera limitada en Grecia hace 2.500 años, en el caso de la democracia, pasando por la promulgación y protección de los derechos del hombre y de los ciudadanos con la Revolución Francesa, para seguir extendiéndose gradual y sostenidamente por el mundo hasta llegar a la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas de 1948, suscrita hoy por casi todos los 200 países del mundo.
Pero todo eso no les quita el carácter de un “hacer”. Lograr felicidad es otra cosa; es algo que tiene que ver con la vida individual e interior del ser humano, hombre o mujer. ¿Con qué exactamente?
En Occidente tenemos lamentablemente un interés y conocimiento bien limitado sobre lo que realmente hace feliz o infeliz al ser humano. Por eso en parte demasiada gente lo pasa muy mal y por eso hay tanta droga, guerras y violencia. Peor aún, tenemos creencias muy equivocadas sobre lo que nos hace felices. Especialmente la de creer que tener más bienes materiales nos hará felices.
Hay millones de testimonios y evidencias de que eso no es así. Pero lo seguimos creyendo por un impulso o hábito atávico y nos comportamos así inconscientemente y automáticamente.
Otra creencia más sutil y compleja es la de que la felicidad la lograremos cuando alcancemos determinadas cosas en el futuro. No sólo dinero, sino cierto título profesional, el cariño de cierta persona, completar un proyecto de vida, cierto reconocimiento a nuestros méritos y esfuerzos, formar mi propia empresa, jubilarme, o crecimientos que nos hagan un país desarrollado o el control del gobierno.
Nada de eso está mal en sí; sólo que será cosa de tiempo para comprobar que fue una quimera o ilusión creer que eso nos haría felices. Seguramente muchos se reconocerán en esto.
Personalmente, recién como a los 65 años empecé a darme cuenta de que algo andaba mal en mi entendimiento de cómo ser feliz. Por el contrario, vivía con un intenso stress; que lo negaba, por cierto. Sentía también insatisfacción, e incluso frustración, al no avanzar todo lo que pretendía con mis proyectos.
Para superarlas, me di cuenta de que intentaba hacer cada vez más y más cosas. Pero eso no eliminó mi stress, sino que le agregó el agotamiento.
Hasta que un día caí en cuenta que parece que había adquirido una cierta compulsión o adicción por estar haciendo cosas e inventando proyectos cada vez más desafiantes. Pero también me di cuenta, y esto me parece lo más importante hoy, que hacía eso también por ser reconocido por los demás y por figurar como socialmente exitoso ante el mundo y mis pares. También me di cuenta de que no estaba gozando realmente de todos los trabajos que realizaba ni de la vida misma en toda su maravilla y grandeza. Estaba centrado con toda mi atención en los objetivos a alcanzar.
Así es como me surgía el stress; cuando tengo un foco excesivo y continuo en el futuro y no en el momento presente.
La pregunta siguiente fue, ¿de dónde me salen esos impulsos tan fuertes, así como también tan dañinos, tanto para mi paz interior como para mi efectividad? La respuesta que fui encontrando poco a poco es que esto lo generaba mi mente a través del pensar tanto, en este caso, en lo futuro.
Los pensamientos me sacan internamente del momento presente y me llevan hacia un futuro que está siempre afuera, más adelante y nunca llega. Con ese patrón de pensamientos, emociones y contracciones corporales pierdo mi dimensión del ser; de mi equilibrio, tranquilidad y felicidad.
Así fui descubriendo que no sólo vivía con la necesidad inventada de realizar proyectos a completar en el futuro, sino que no vivía cotidianamente prestando atención al presente. Más aún: yo mismo no estaba plenamente presente en lo que hacía cada minuto y ante cada persona o grupo con quien estaba.
¿Y dónde estaba? Pensando…
El pensar y nuestra mente es una facultad maravillosa, pero por eso mismo puede a ser el principal impedimento para ser feliz. Descubrí después que esto había sido señalado por diversos sabios en la antigüedad y muy en particular por un indio que vivió hace 2600 años a quien llamaron Buda. También por Jesús, aunque sus enseñanzas fueron más incomprendidas y tergiversadas.
Tenemos un organismo en el cuerpo que produce pensamientos desde que, en el curso de la evolución de las especies, el humano inventó el lenguaje. A ese organismo le llamamos mente, y hasta hace poco creíamos que estaba sólo en el cerebro. La neurociencia dice ahora otra cosa.
Dentro de la evolución humana, esa facultad mental hoy excedió sus límites y pasó a transformarse en un freno al desarrollo humano. La mente pasó a ser como una radio que tenemos en la cabeza que no para de transmitir pensamientos. Y ni siquiera nos damos cuenta de que eso está ocurriendo, y nos parece natural e inevitable.
No lo es. Uno puede aprender a darse cuenta cuándo esa radio está prendida y gatillando emociones, actos y patrones de conductas que se repiten automáticamente generando más infelicidad que felicidad.
Me parece que la felicidad tiene más que ver con cuestiones como las anteriores, antes que con el progreso y la democracia. Ser felices es más posible de lo que creemos; puede alcanzarse aquí y ahora. Requiere trabajo, eso sí, pero vale la pena: aprender a vivir en el presente.
Podríamos conversar más de estos temas. Como individuos y como país. Un buen gobierno podría tener presente generar un espacio o ambiente en que más personas se sientan felices. Gobernar es educar. Y educar es no sólo aprender técnicas y profesiones. También es formar seres humanos plenos tanto en lo material como espiritual.