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50 AÑOS DEL GOLPE: ¿QUÉ RECORDAR?

 

   

50 AÑOS DEL GOLPE: ¿QUÉ RECORDAR?.

Miguel Saralegui, Profesor del Instituto de Historia de la USS

El Mercurio, Columnistas, 29/08/2023

“…no recordaremos de modo unánime qué y por qué ocurrió en Chile un golpe de Estado. Esta vez podemos estar contentos del desacuerdo de la clase política…”.

El medio siglo transcurrido desde el golpe constituía, en apariencia, una buena oportunidad para que, como sociedad, acordáramos qué y por qué ocurrió el 11 de septiembre de 1973.

Para la misión de orientar la memoria colectiva, el Presidente Boric nombró a Patricio Fernández como asesor. Sin embargo, desde que Fernández renunció, los intentos por generar un relato oficial han quedado, si no disueltos, descoloridos.

Muchos intelectuales se han lamentado de esta falta de acuerdo. Aunque los motivos inmediatos del disenso pueden ser indeseables —la incapacidad del Gobierno de llegar a acuerdos con los grupos que lo respaldan, pues Fernández renunció por las críticas de los comunistas—, podemos estar satisfechos de que el proyecto de generar un relato colectivo se haya frustrado.

Obligar al recuerdo parecería algo necesario, sobre todo de un hecho que marcó, como ningún otro, la historia reciente del país.

Aparte de la importancia de lo ocurrido, nos sentimos inclinados a imponer una memoria colectiva por un aspecto más circunstancial: el carácter insoportablemente desmemoriado de las sociedades contemporáneas.

Se debe generar un relato colectivo no porque estemos encerrados en el recuerdo, obsesión preteritocéntrica por la que Nietzsche censuró a las sociedades europeas de mediados del XIX en la Segunda Intempestiva. Sentimos la necesidad de que el Estado recuerde por lo contrario: vivimos en una sociedad que lo olvida casi todo.

Somos sociedades amnésicas, sociedades que muy rápidamente consagran algo como histórico y definitivo —¿cuántos opinólogos predijimos que la pandemia traería un cambio de “paradigma”? — para olvidar la transición decisiva de modo casi inmediato: ¿cuántos siquiera sienten la necesidad de desdecirse después de comprobar que poco ha cambiado una vez acabada la pandemia?

La despreocupación con la que la sociedad chilena se ha tomado que Patricio Fernández no fuera repuesto confirma esta actitud presentista. Incluso si el deseo de recordar el 11 de septiembre de 1973 —qué, cómo, por qué ocurrió— es correcto, este no tiene nada que hacer contra el presentismo.

Cualquier campaña estatal será tan efímera, pero en su presente infinitamente menos recordada y percibida que la publicidad de la película “Barbie”.

A pesar de la previsibilidad del fracaso, ¿sería positivo que el Estado mantuviera una actitud quijotesca y se empeñara en hacer recordar a la sociedad? ¿Se recuperaría el pasado para el grupo reducido que tuviera acceso a este relato público? Cuando el Estado fuerza un recuerdo, por muy positivo que sea, también anula el pasado, no lo recupera.

La obligación de la memoria se vincula sobre todo con la fuerza que en el presente tiene quien nos propone recuerdos. El pasado está hecho de una realidad muy sutil. Cuando se accede a él a través de la moralidad colectiva —por muy elevada que sea—, en vez de por los meandros, esfuerzos, incertidumbres, más propios de la memoria individual que de la grupal, el pasado se desvanece.

Aunque otras colectividades recordaban más que nosotros, no podían recordar mejor. Las sociedades memoriosas tienen recuerdos de cartón piedra, rígidos, pensados más en su fuerza inspiradora para el presente que en la reconstrucción del pasado: Roma se acordaba de una loba que amamantó a dos huérfanos.

Esta relativa falsificación que toda memoria colectiva impone resulta especialmente ilógica en una sociedad que, como la nuestra, también desde el Estado, ensalza al espíritu crítico como primer criterio pedagógico.

Por afortunado que fuera, el criterio que a Fernández le dio tiempo a proponer —un Estado nunca puede matar ni torturar— se vinculaba más con el presente que con el pasado, con lo que se debe hacer más que con lo que se hizo hace medio siglo.

No recordaremos de modo unánime qué y por qué ocurrió en Chile un golpe de Estado. Esta vez podemos estar contentos del desacuerdo de la clase política. Es verdad: ese recuerdo no nos configurará como chilenos, pero al menos no pagará el precio de ser tergiversado.

Podemos estar satisfechos de que no se vaya a articular un relato sobre lo que ocurrió, que el pasado esté abierto al espíritu crítico y al interés de las pocas personas —pues pocas serán— que se preocupen por saber qué ocurrió durante aquellos días y meses.

Y que en Chile no haya golpes de Estado y se defienda la democracia no va a depender de que se difunda un recuerdo presentista, interesado y cuadriculado, limitado a los eslóganes de la historia, sino de que ahora y mañana estemos en contra de los golpes de Estado

Un aporte del Director de la Revista UNOFAR, Antonio Varas Clavel

Las opiniones en esta columna, son de responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente el pensamiento de la Unión de Oficiales en retiro de la Defensa Nacional