LA BANALIZACIÓN DE LA
TERMINOLOGÍA MILITAR
Nomina sunt consequentia rerum (Los nombres son consecuencia de las cosas)
Julio Serrano Carranza, Coronel de Aviación (R) Ejército del Aire y del Espacio – Blog General Dávila, 10/09/2025
En política —y más aún en política militar— los nombres no son simples etiquetas administrativas: son espejos donde se proyecta la identidad de un Estado, banderas lingüísticas que ondean incluso antes de que se dispare el primer cañón.
Llamar “Defensa” a lo que antes fue “Guerra” no es un gesto inocente, sino un intento de disfrazar a Marte, dios de la guerra, con el uniforme de los voluntarios de la Cruz Roja.
Las recientes declaraciones del presidente norteamericano Donald J. Trump —maestro en el arte de la boutade mediática y del eslogan con pólvora— proponiendo rebautizar el hasta ahora Departamento de Defensa como Departamento de Guerra, ha reabierto un debate tan antiguo como Roma: ¿qué pesa más, el término o la realidad? Y, sobre todo, ¿quién cree todavía que las palabras son inermes… o al menos, que no provocan?
La máxima latina con la que abro estas líneas, nomina sunt consequentia rerum, heredada de la tradición jurídica y política romana, nos recuerda que el lenguaje no es un adorno retórico, sino la primera andanada dialéctica.
El lenguaje crea percepciones, moldea conductas y, en el terreno institucional, se convierte en espejo donde se mira toda la comunidad política internacional. España y Estados Unidos, tan diferentes y semejantes a su vez en estos temas, ofrecen ejemplos de manual.
El lenguaje como herramienta de poder. Nombrar, editar un determinado nombre, es mandar. Llamar a una institución de un modo u otro no es un capricho de notario imaginativo, sino una forma de orientar la interpretación social y de escribir la narrativa del poder.
A lo largo de la historia, los ministerios de guerra, defensa y seguridad han ido mudando de piel como serpientes oportunistas: a la conveniencia de la política interna, escenario internacional o bien propiciada por intereses económicos y comerciales.
Hoy vivimos en una sociedad donde el “bienestar” y la “zona de confort” son derechos humanos inalienables. Nadie quiere que su paz doméstica se vea alterada por guerras, conflictos bélicos o como se les quiera llamar.
Nos hemos vuelto indolentes, ante el dolor ajeno.
Tampoco queremos usar palabras provocativas e incómodas como “guerra”, “ataque” o “invasión”. De ahí nuestra inclinación a eufemismos edulcorados, como si con azúcar semántica se pudiera rebajar el amargor que causa tantas muertes y desolación.
Sin embargo, la triste realidad de los tiempos que nos ha tocado vivir, está alcanzando graves derroteros. Las guerras que asolan nuestro mundo, Ucrania, Gaza y otras en el continente africano que no tienen tanta repercusión mediática, nos están enviando un mensaje inequívoco: vosotros podéis ser los siguientes…
El dilema entre la realidad nominal y el eufemismo se repite en numerosos países: Japón denomina a su ejército ‘Fuerzas de Autodefensa’; Alemania creó la ‘Bundeswehr’; la URSS tiene instaurado hace años el ‘Ministerio de Defensa’ pese a sus políticas expansionistas; incluso Israel llama a sus activas fuerzas armadas, Fuerzas de Defensa de Israel (FDI).
En todos los casos, el lenguaje es parte integral de la estrategia nacional que, en algunos casos, no se corresponde con sus actos y acciones.
De ahí que igual sería conveniente despertar conciencias y ponernos, al menos, en posición de prevengan en guardia. No vaya a ser que perturben nuestra feliz existencia. El conocer los conceptos de la guerra, la Cultura de la Guerra, que no la Cultura de Defensa, por todos los ciudadanos, sería un primer paso al frente de la responsabilidad de cada uno en el compromiso con nuestras libertades, integridad territorial y ordenamiento constitucional.
Lo sabía muy bien el filósofo Séneca, que nunca necesitó un community manager para manifestar sus verdades, sin tapujos: “Defenderse es mostrar que se teme; atacar es mostrar que se confía”.
Y lo sabía también el general norteamericano George Patton, que no era precisamente un poeta de verso libre: “Atacar es la mejor forma de defensa”. Entre esto y la corrección política de llamar a las guerras “operaciones de paz” hay un abismo digno de estudio psicológico.
Entre “bancos pintados” e intereses geopolíticos. En Estados Unidos, el National Security Act de 1947 sustituyó el Departamento de Guerra por el Departamento de Defensa. La jugada era clara: hacer pasar a la potencia militar más ofensiva de la historia como un amable vigilante del orden mundial.
El resultado: desde 1947, las guerras no han hecho más que multiplicarse.
El maquillaje semántico, por tanto, funcionó tan bien como la peregrina idea de pintar los árboles de un bosque de color de rosa, con el fin de evitar el fuego abrasador que los va a consumir.
El presidente Trump, en cambio, propone volver a la crudeza de la realidad.
Y lo hace, como siempre, con doble intención: un aviso a navegantes (léase, a competidores geopolíticos y comerciales) y un gesto para su electorado, al que ha prometido que “América será grande otra vez”, aunque para ello tenga que poner la palabra “guerra” en letras de neón.
España también conoce estas mutaciones nominales. Tras la Guerra Civil, el Ministerio de la Guerra se fragmentó en los ministerios de Tierra, Mar y Aire, hasta convertirse en el año 1977, en el Ministerio de Defensa, en plena campaña democrática pacificadora.
La operación semántica fue un éxito: los ejércitos y la armada, de repente, se convirtieron en vigilantes de las operaciones de paz, más que en instituciones creadas para hacer la guerra.
Esta moda de enmascarar los auténticos nombres de las cosas también ha tenido su presencia en todo lo relacionado con el Ministerio de Defensa.
Así, las industrias que proveen a nuestros militares de equipos y sistemas de armas para hacer la guerra, con la máxima eficacia y seguridad para nuestras fuerzas, también tienen ese toque de dulzor al ser denominadas “sector de defensa y seguridad”, nada de guerra, que es letal.

Por otro lado, desde el punto de vista docente, el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (CESEDEN) es un ejemplo paradigmático de este síndrome eufemístico.
Allí, los oficiales concurrentes al curso de Estado Mayor en la Escuela Superior de las Fuerzas Armadas (ESFAS) se forman en las diversas disciplinas militares como operaciones, logística, inteligencia, táctica, estrategia, etc. para dirigir operaciones de guerra.
Pero claro, decir “curso de Estado Mayor en ciencias bélicas” sonaría demasiado auténtico; mejor envolverlo en un celofán que, sin decir nada, amortigüe su inestimable objetivo: lograr la victoria ante el enemigo.
En las FF.AA. españolas, también podemos encontrar algunos centros de enseñanza militar que han conservado este sentido histórico de la palabra y de su significado a la hora de definir su línea de enseñanza.
Así tenemos a la Escuela de Guerra del ET, el Centro de Guerra Naval de la Armada y el Centro de Guerra Aérea del Ejército del Aire y del Espacio.
Donde se estudia la guerra, como dirigirla, como ganarla.
Mientras tanto, los franceses decidieron quitarse la careta en el año 2011, cuando el JEMAD renombró la École de Guerre con todas las letras, archivando el nombre, más propio de un Think&Talk uniformado, de Collège Interarmées de Défense (CID).
Una postura valiente ante tanto populismo invasivo que mina la credibilidad y la razón de ser de nuestras instituciones.
Por cierto, el gobierno de España, en junio del 2022, tomó la decisión de cambiar, tras 83 años de historia, la nomenclatura del Ejército del Aire, por la de Ejército del Aire y del Espacio. Una decisión, según el ejecutivo, para «hacer más visibles» los esfuerzos que se están tomando para «adaptar todos los dispositivos y la defensa del país a una nueva realidad», repleta de nuevos desafíos, en particular, en materia de espacio y ciberseguridad.
Es decir, que cuando interesa al gobierno, sabemos cómo cambiar los nombres de las instituciones a golpe de real decreto.
El peso del lenguaje en la vida institucional. Desde Roma lo sabían: decir es hacer. Nombrar cónsul a un mando militar de una zona hostil a dominar, no lo hacía mejor constructor de puentes, pero sí lo revestía de la autoridad del imperio, casi divina.
Lo mismo ocurre hoy con “Defensa” frente a “Guerra”: lo primero huele a protección maternal; lo segundo, a pólvora. Y, sin embargo, ambos conducen al mismo campo de batalla, pero con diferente ánimo de lucha.
El debate nominal es un campo de batalla simbólico, y en España y Estados Unidos sigue más vivo que nunca.
El caso estadounidense. La propuesta del presidente Trump, sin legitimación del senado, por ahora, no tiene valor legal, pero sí un enorme peso simbólico. Defensa: suena a escudo. Guerra: suena a espada.
El presidente Trump no quiere que sus ciudadanos se sientan protegidos por una muralla sino, por el contrario, blandiendo el acero. Y su jugada, guste o no, redefine la comunicación oficial, la cultura interna del Pentágono y la imagen exterior de EE. UU.
Reales Fuerzas Armadas. España es una monarquía parlamentaria, aunque a veces lo olvide en su propio marketing internacional. Llamar a las Fuerzas Armadas simplemente “españolas” es casi un error de traducción:
cuando se presentan como Spanish Army, Spanish Navy o Spanish Air Force and Space en las operaciones internacionales de paz en las que participan sus fuerzas armadas.
Pasamos por una república improvisada, ya que nos falta Real o Royal, para definir mejor nuestra identidad, una monarquía con siglos de historia.
¿Por qué no hablar de nuestras Reales Fuerzas Armadas? Tenemos Reales Academias, Real Casa de la Moneda, Real Maestranza de Caballería, Real Zaragoza… pero parece que nos da pudor llamar reales a los ejércitos que juran bandera ante el Rey y sus miembros reciben de él sus Reales Despachos.
Si el lenguaje confiere dignidad semántica, aquí tenemos un caso fallido de incongruencia institucional, como ya expuse en el 2019 en este mismo blog: https://generaldavila.com/2019/01/16/reales-ejercitos-y-armadacoronel-de-aviacion-r-julio-serrano-carranza/
Servidores Públicos en lugar de “Clases Pasivas”. Si hay un término que merecería ser enviado a galeras es el de Clases Pasivas. Surgió en el XIX como distinción administrativa, pero hoy suena a oprobio gratuito.
Quien ha servido a España en la docencia, la sanidad, la administración, las Fuerzas Armadas o las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, no merece que, tras décadas de esfuerzo y dedicación, se le llame “pasivo”, como si fuera un mueble desvencijado almacenado en un trastero estatal.
Más justo sería hablar de Servidores Públicos en Retiro, o mejor aún, Clases de Servidores Públicos. No es una cuestión estética: el término actual transmite inactividad, inutilidad e incluso dependencia.
El nuevo resaltaría la entrega y dignidad de quienes sostuvieron el edificio de la nación, como escribí en el 2024 también en este blog: https://generaldavila.com/2024/09/27/clases-pasivas-servidores-publicosactivos-y-con-clase-julio-serrano-carranza-coronel-de-aviacion-ret-ejercitodel-aire-y-del-espacio/
Conclusiones. Los nombres importan, su significado, también. Son estrategia, geopolítica y poder blando, que se puede materializar, llegado el caso, en poder duro. El presidente Trump, con su experiencia empresarial y
conocedor de la importancia del marketing, lo sabe y lo explota bien.
España, sin embargo, aunque también lo sabe, lo esconde bajo capas de eufemismos poco rentables y menos dignificantes con el fin de no herir susceptibilidades, llenas de populismo barato.
El presidente norteamericano propone rescatar la crudeza de la palabra “guerra” para reforzar su relato de fuerza, de poder, en consonancia con el mundo actual. España, en cambio, prefiere la anestesia lingüística:
“Defensa” en lugar de “Guerra”, “Fuerzas Armadas” en lugar de “Reales Fuerzas Armadas”, “Clases Pasivas” en vez de “Servidores Públicos”.
Una política de “bancos pintados” donde todo parece consensuado, pero por ellos mismos. Mientras tanto, nadie releva al soldado de guardia que permanece al pie del banco pintado hace ya demasiados años.
La dicotomía entre realidad y eufemismo sigue abierta. Lo que está en juego no es solo semántico, sino estratégico: los nombres configuran realidades, transmiten valores y generan percepciones. También crean tendencias que disuaden.
Y un país se define tanto por las palabras que escoge como por las batallas que libra. Por el momento, estamos perdiendo este combate.
Un aporte del director de la revista UNOFAR, Antonio Varas Clavel