EL BOOMERANG DE LA PSEUDO «JUSTICIA TRANSICIONAL»
Carla Fernández Montero, Abogada, Derecho Penitenciario
El Líbero, 06/08/2024
Parece increíble que, transcurridos 35 años desde el retorno a la democracia, levantar el secreto del Informe Valech, materializar y ampliar el Plan Nacional de Búsqueda de detenidos desaparecidos, cerrar el penal de Punta Peuco y trasladar a sus internos a cárceles comunes, o construir una cárcel de alta seguridad para cientos de nuevos condenados por causas de DD.HH., por señalar sólo algunos ejemplos, sean temas políticos de este año 2024.
Hagamos algo de historia: la necesidad de un “continuismo jurídico” -previamente negociado por las fuerzas políticas- hizo posible un proceso de transición democrática en nuestro país, entre otras cosas, posibilitando el plebiscito del año 1988 y la aprobación de las reformas constitucionales de Pinochet. Ello permitió el traspaso pacífico del poder desde el General a Patricio Aylwin el año 1990.
Han transcurrido 35 años desde el cambio de sistema político, y seguimos inmersos en esta dinámica de transición, y parte de nuestra sociedad sigue fracturada, y el resentimiento se mantiene. Las FF.AA., por su lado, prefieren los cuarteles que las calles. Ya saben que son “carne de cañón” para salvarle el día a la política, la misma que después no trepidará en darles la espalda. |
Sin embargo, todo este proceso descansaba bajo una suposición implícita: que el DL 2.191-1978, de Amnistía, sancionado por el Gobierno Militar, sería respetado. Este acatamiento, no era algo baladí (basta ver la experiencia de la España post franquista).
Acatar la amnistía, según el profesor de Harvard Samuel P. Huntington (1991) -un experto mundial en la dialéctica histórica de los poderes civiles y militares-, es un requisito fundamental para lograr la reconciliación sobre la cual se sustente la democracia nueva, dejando atrás las divisiones.
Por cierto, bajo el prisma del debate clásico entre Herbert Hart y Lon Fuller sobre el Derecho y la Moral, este decreto de amnistía chileno, a los ojos del iusnaturalista estadounidense, no sería un derecho injusto propiamente tal, no solo porque su promulgación no fue “secreta” (como varias de las leyes nazis, por ejemplo), sino porque el sistema de normas democráticas chileno no lo ha expulsado luego de casi medio siglo desde su publicación (otra cosa es que los tribunales hayan decidido no aplicarlo).
En efecto, no resulta aceptable que, por un lado, una jurisprudencia sesgada rechace -por considerarlo injusto- un derecho vigente y que favorece al reo, pero que, al mismo tiempo, acoja un derecho (internacional) igualmente injusto para agravar la responsabilidad de ese reo (aun cuando, por ejemplo, se trate de un “Derecho de Guerra” ex post facto, autogenerado por los vencedores para “aplastar” a los vencidos, como es el caso de Nuremberg o Tokio).
Utilizar esta normativa global aplicable a conflictos armados internacionales para calificar los hechos criollos como un delito de “lesa humanidad”, aun cuando ni siquiera contenga una descripción de los tipos penales que permita su aplicación directa ni una previsión específica sobre las penas, es un despropósito.
Remontándonos nuevamente a esa época, el nuevo Gobierno de Aylwin daría el inicio a la denominada justicia transicional, quizás pensando -de manera incauta- que ese deseo de unidad entre civiles y militares, plasmado en el discurso del 12 de marzo de 1990 en el Estadio Nacional, arrojaría frutos para quienes buscaban la paz, la justicia y la añorada (y utópica) reconciliación.
Sin embargo, pese a todo su “capital moral y político”, Aylwin no fue capaz de concretar su anhelo de unidad.
El asesinato de Jaime Guzmán una semana después de su discurso que rechazó el indulto presidencial a terroristas, dejó claro cuáles eran las intenciones de la extrema izquierda: impunidad para ellos, pero cárcel para los militares (una proclama que, gracias a nuestros tribunales, se vería cumplida).
Años más tarde, en 1996, el FPMR concretaría la operación “Vuelo de Justicia”, y los asesinos del senador restarían impunes de ese asesinato, hasta el día de hoy.
¿Alguien recuerda eso? ¿Se le ha tomado el peso al significado político que hoy tiene que nuestro actual Presidente -siendo diputado- se haya tomado una foto con una polera con el rostro baleado del senador o que haya viajado a Francia a presentar sus respetos al “Comandante Ramiro”?
A nadie le interesa profundizar sobre esas conductas de quien hoy dirige el destino de nuestro país, simplemente, las banalizan.
Sin embargo, estas acciones están cargadas de significado y de simbolismo, que implícitamente nos dice que la herida está abierta, y que la justicia transicional no ha terminado, es más, hoy vuelve a renacer bajo la forma del retribucionismo penal retroactivo.
Bruce Ackerman (1992), advierte sobre el “espejismo de la justicia correctiva”, argumentando que su implementación generaría miedo y resentimiento y la creación de profundas divisiones entre varios sectores de la sociedad, lo que sería muy difícil de revertir, dado el perfil de los gobernantes promotores de este tipo de justicia retroactiva, que en general poseen más capital moral que organizativo, por lo que, a la larga, terminarían perdiendo el primero, gracias al déficit que tienen del segundo.
Lamentablemente, quedó demostrado que en realidad Chile no es uno solo y que, en ese mundo de la ahora “eterna justicia transicional”, los militares no tienen cabida como personas. No tienen derechos, porque son considerados enemigos del Estado (hostis generalis).
Pero entonces, ¿qué nos trajo esta justicia transicional criolla? Nada menos que ¡la resurrección de Kant!
Porque las organizaciones de DD.HH. y las fuerzas políticas de extrema izquierda no estaban (no están ni estarán) dispuestas a permitir que no se castigue hasta el último culpable, hasta aquel remotamente responsable, aun si la sociedad chilena se acercara al límite de la disolución.
Retribución pura, ad infinitum.
¿Y el principio de legalidad penal? Una quimera. Porque se trata de “ajustar cuentas” con el sistema político anterior y sus representantes (en realidad el “target político” abarca y pretende englobar a cualquiera que haya pertenecido o servido a las FF. AA. en esos tiempos).
La detención de Pinochet en Londres; la primera querella contra él del año 1998 presentada por el PC, y la seguidilla que vendrían; el inocente “nunca más” de Cheyre del año 2003; y las reformas constitucionales del año 2005 (especialmente en el Cosena y la justicia), formaron el caldo de cultivo perfecto para eliminar todo “contrapeso” que permitiera alcanzar -por así decirlo- un equilibrio paretiano en materia de DD.HH. Ya no sería posible lograrlo.
Inevitablemente, un grupo de nuestra sociedad (las FF. AA.) no tendría otra alternativa que capitular -pero sin condiciones- frente a esta arremetida de la extrema izquierda. La derecha, mientras tanto, “comía cabritas”.
En efecto, la oleada de tratados internacionales de DD. HH. suscritos por Chile en esa época y su influjo “talibán” en la jurisprudencia de nuestros tribunales, que extendían la imprescriptibilidad también a las acciones civiles de reparación (transformando al Estado en una caja pagadora, con cargo a impuestos generales), condenó para siempre a un grupo de miembros de nuestra sociedad, dándole “el vamos” a la “temporada de caza” de civiles y militares, a todo nivel.
Ya los incentivos no eran solo “morales”, sino, además, económicos. No resulta exagerado hablar de una “industria de los DD. HH.”.
Así, la retribución, la retroactividad y la imprescriptibilidad, aceitaron la maquinaria judicial, dando inicio al juzgamiento y encarcelamiento masivo de civiles y militares por causas de DD. HH.
¿Y cómo se aseguró el éxito de esta “cruzada” por la justicia transicional no obstante el paso del tiempo? En primer lugar, gracias a la forma procedimental que asumieron los juicios, derivada del espurio acuerdo político para que la Reforma Procesal del año 2000 no alcanzara a estos hechos pretéritos por causas de DD. HH., sometiéndolos al conocimiento y juzgamiento en un proceso penal inquisitivo, secreto y “eterno”, en donde la prueba de presunciones, permite salvar el obstáculo de la no preservación de las pruebas materiales por el transcurso propio del tiempo.
En segundo lugar, los avances de la medicina, hicieron lo suyo, aumentando las expectativas de vida de la población, y con ello, se aseguró la sobrevivencia de los supuestos responsables (ancianos en su mayoría), permitiendo a la jurisprudencia progresista hacer gala de un “camuflado” derecho penal de autor, que bajo el ropaje de la dogmática roxiniana, ha condenado a personas por lo que eran en esa época, más que por lo que realmente hicieron.
Así, el rango militar o la función, sellaron el destino penal de muchos condenados que suman cientos de años de pena. Bienvenido también el derecho penal simbólico.
Y en tercer lugar, porque el afán retribucionista -aun cuando se circunscribe a las agrupaciones de DD. HH., el PC y extrema izquierda- se ha mostrado comunicacionalmente como una “misión de Estado” (sobre todo a partir del gobierno de la Nueva Mayoría, que incorporó el PC al poder), y también -por qué no decirlo- gracias al apoyo de la derecha, que bajo el pretexto de la búsqueda de cohesión con el resto de los actores políticos respecto a la meta de la justicia transicional, ha evidenciado una “falta de pantalones” imperdonable, manteniendo viva una llama que políticamente parece ajena, pero que en los hechos, también le pertenece.
No olvidar que fue un gobierno de derecha el que habló de los “cómplices pasivos”; o cerró el penal Cordillera; o se preocupó con sus nombramientos de asegurar una minoría en el TC; o que impulsó diversas querellas por causas de DD. HH. desde el Ministerio de Interior o la reapertura de sumarios por ministros de fuero; o que denegó indultos humanitarios a ancianos presos por causas de DD. HH. (aun en tiempos de Pandemia por Covid-19), etc.
Pero… ¿Por qué no es bueno el retribucionismo retroactivo? El jurista alemán Winfried Hassemer (2004), rechaza esta política de “ajuste de cuentas” en contextos transicionales democráticos. Excluye la retribución (“Ley del Talión”) y boga por una prevención general positiva, respetuosa de los principios del derecho penal.
Es más, señala este eximio autor que “(…) es absurdo atribuir a los anteriores “dominantes” una pérdida de derechos fundamentales (…), bajo el argumento de que ellos tampoco respetaron los derechos fundamentales de sus sometidos (…)”.
Por su parte, Ludwig Feuerbach (1986), señaló que la justicia retributiva y retroactiva tampoco permite materializar la prevención por intimidación teorizada por él, “(…), porque no se puede esperar banalmente que un ciudadano que consiente el delito se impresione ex post por normas penales prohibitivas; la teoría penal de la prevención general negativa intimida mediante normas penales, con miras al futuro, y, por tanto, en el plano teórico penal, no presenta interés alguno en aplicar normas retroactivamente”.
De este modo, no respetar garantías básicas del debido proceso penal en la investigación, juzgamiento, condena y cumplimiento, derivado de causas de DD. HH., es una forma de aplicar esa Ley del Talión a la que se refiere Hassemer.
Tampoco se puede hablar de justicia transicional cuando quien investiga funge además como juez, al amparo del secreto sumario y sin un tiempo que limite su investigación, pudiendo mantener por decenas de años a una persona sujeta a la disposición unilateral de un persecutor implacable.
No solo no hay debido proceso en ello, sino, además, un desprecio a la dignidad del perseguido.
Ni menos existe justicia transicional cuando se ordena encarcelar a personas ancianas moribundas, o a sujetos que, por edad y estado de salud, no están aptos para sobrellevar una privación de libertad en condiciones carcelarias infrahumanas de hacinamiento o de falta de atención médica.
Y si ellos, tienen “la suerte” de ser hospitalizados, la muerte digna fuera de la cárcel aparece como un premio inmerecido por los querellantes, quienes no obstante haber recibido lo suyo del sistema de justicia, siguen insatisfechos, y como buitres exigen a los ministros de fuero que el enfermo provecto muera en la cárcel, ojalá pudriéndose.
Es más, ni siquiera ha sido necesario publicitar a nivel estatal una imparcialidad judicial para reforzar la credibilidad en la justicia transicional frente a la sociedad (la parcialidad o falta de objetividad es invisible).
Es tan malo el manejo comunicacional de la derecha que, por ejemplo, la mayoría de la sociedad no sabe que los militares son juzgados por un proceso inquisitivo y carente de garantías, y muchos aún creen que la justicia militar es una justicia “privilegiada”.
¿Sabe la población chilena que un joven criminal del Tren de Aragua tiene más garantías procesales que un anciano nonagenario condenado por causas de DD. HH., y que incluso los querellantes no son intervinientes durante la ejecución de la pena ante la nueva ley procesal penal?
En el entendido que la primera de todas las garantías del proceso es la imparcialidad del juzgador: ¿Se habla acaso de que el proceso antiguo -por el solo hecho de ser inquisitivo y secreto- no garantiza la imparcialidad subjetiva ni la imparcialidad objetiva?
En efecto, el viejo y obsoleto proceso penal de 1906 ha sido utilizado casi en su totalidad para encarcelar a militares. No hay juicios contra terroristas de izquierda, y las pocas solicitudes de extradición, han sido rechazadas, porque sus crímenes -a los ojos de nuestros ministros de fuero- no constituyen delitos de lesa humanidad, por lo que se encontrarían prescritos.
Como si la muerte de senadores o de ciudadanos indefensos a manos del terrorismo de izquierda no constituyera un atentado a los DD. HH. ¡vergonzoso!
Lo paradójico de toda esta cuestión, y contrario a la experiencia internacional, es que pese a que en Chile la democratización se realizó a través de negociaciones destinadas a lograr consenso, y que durante el transcurso de estos 35 años no ha existido un balance precario entre la viabilidad de la democracia y los “reclamos públicos” de justicia retributiva y retroactiva, la materialización de esta justicia transicional se haya llevado a cabo como si la transición democrática se hubiera logrado de manera violenta y, a sólo pocos años del cese del régimen militar anterior.
La respuesta judicial a esa fuerza de sentimientos retributivistas, y que ostenta un grupo político de extrema izquierda muy minoritario de nuestro país -pero con tentáculos poderosos en el andamiaje estatal- ha sido, es y seguirá siendo draconiana, inmisericorde. Ya lo hemos señalado antes, es una mancha indeleble en la justicia chilena.
No se explica de otra forma que octogenarios y nonagenarios enfermos graves y terminales, sigan siendo juzgados y condenados por estas causas de DD. HH., al amparo de un proceso penal inconstitucional, sin las garantías del debido proceso, y que estas personas estén muriendo como moscas en nuestras precarias cárceles, y, además, en condiciones indignas de salubridad y hacinamiento.
Eso, señores, ¡no es derecho penal! Es la materialización de un “geriatricidio carcelario”.
¿Pero entonces, existe un límite de tiempo para cerrar de una vez por todas este capítulo? O acaso mientras exista una persona dispuesta a querellarse por violaciones a los DD. HH. (sin importar su grado de parentesco con la víctima) o mientras haya un ministro de fuero que presionado por la política de extrema izquierda decida reabrir sumarios, ¿se mantendrá abierta esta puerta de la justicia transicional?
El profesor Samuel P. Huntington, dentro del análisis de la dialéctica de los poderes civiles y militares, específicamente, la relación entre justicia retroactiva y democracia, recomienda que en las transiciones democráticas conseguidas por medio de un reemplazo del antiguo régimen (como en Chile), los juicios contra los líderes de los regímenes autoritarios (ni siquiera hace referencia a los subalternos) se realicen si la población lo considera moral y políticamente deseables y si se comienzan y concluyen en un solo año, ya que de lo contrario, la efectividad no existe, porque los costos políticos sobrepasan en mucho los beneficios morales.
En cambio, en aquellos países donde la transición democrática se consigue mediante la transformación del régimen anterior, este autor señala que las persecuciones penales lisa y llanamente, deben ser evitadas.
Han transcurrido 35 años desde el cambio de sistema político, y seguimos inmersos en esta dinámica de transición, y parte de nuestra sociedad sigue fracturada, y el resentimiento se mantiene. Las FF.AA., por su lado, prefieren los cuarteles que las calles. Ya saben que son “carne de cañón” para salvarle el día a la política, la misma que después no trepidará en darles la espalda. El ejemplo de ello está frente a sus ojos, y tendrían que estar dementes para querer experimentar en “carne viva” ese sufrimiento, tanto para su familia como para ellos.
El sociólogo y profesor español Juan José Linz (1978), respecto a los efectos de la transición entre los autoritarismos militares y los sistemas democráticos, dijo: “Los nuevos gobernantes (de los regímenes democráticos en transición) también tienen una tendencia, basada probablemente en su sentimiento de superioridad moral, a gastar la energía en lo que se podría llamar política de resentimiento contra las personas y las instituciones que se identifican con el viejo orden. Esto consistiría en pequeños ataques contra su dignidad y sentimientos, (…)”.
Estos son precisamente los “costos políticos” que identifica Ackerman y a los que el profesor Huntington también hace referencia.
Entonces, está bastante claro que mantener este statu quo a través del tiempo, ¡no saldrá gratis!
Sabemos que nuestra sociedad chilena ya no es la misma de hace 35 años, y la clase política se ha ido pudriendo con el tiempo. Pero lo peor, es que los problemas sociales de antes ya no son los de ahora. ¡Dios nos pille confesados!
A los ciudadanos de hoy, les preocupa el “día a día”: llegar a fin de mes, que no les roben, no los maten o no los secuestren, o que sus hijos no caigan en manos del narcotráfico y crimen organizado.
El enjuiciamiento y encarcelamiento de militares ancianos por hechos acaecidos hace medio siglo, hoy, para la mayoría de nuestra sociedad, no es tema. Ni siquiera ahora que se acerca septiembre. Pero seguramente la política de trinchera de siempre hará su pega. ¿Y adivinen quien seguirá “comiendo cabritas”?
Como vamos actualmente, el terrorismo propio del crimen organizado en algún momento se manifestará con crudeza en nuestra sociedad (morirán políticos, jueces, fiscales o simplemente gente inocente por medio de atentados), y muy probablemente, la política cooptada por el narcotráfico, no hará nada, y nuestras policías, si no han caído en la tentación, no serán capaces de hacerle frente a esta oleada criminal. ¿Alguien sabe realmente el poder de fuego del crimen organizado? ¿De dónde obtienen sus armas?
Esta verdadera “injusticia transicional”, que está acabando con seres humanos dignos, haciendo realidad el “geriatricidio carcelario”, no será infinita.
Llegará un momento en que nuestra sociedad no será capaz de organizarse políticamente para hacer frente al crimen organizado -ni por medio del Gobierno, ni de la oposición, cualesquiera sean los colores- y aun cuando nuestras mujeres vuelvan a salir a la calle y desconsoladas agiten los pañuelos blancos exigiendo orden, y se pregunten ¿y ahora…quién podrá defendernos?
Ni el “chapulín colorado” acudirá a ese llamado.
Quizás recién en ese momento se haga un “caldo de cabeza” nacional, pero lamentablemente, ya será demasiado tarde.
Un aporte del director de la revista UNOFAR, Antonio Varas Clavel