Juan Rodríguez Medina – El Mercurio, Artes y Letras, Revista de Libros, 01/12/2024
Quizás haya sido Daniel Defoe, con su novela “Robinson Crusoe“, quien puso en el mapa de la cultura universal a Juan Fernández. O tal vez hayan sido esas islas, descubiertas hace 450 años por el marinero que les da su nombre, las que le regalaron al mundo uno de sus personajes arquetípicos. O puede que las dos alternativas sean ciertas.
Porque, claro, la realidad nutre a la ficción que nutre a la realidad. Etcétera. A lo mejor, lo más sensato sería dejar de distinguir entre historia y leyenda, por imposible, porque hacen a un mismo guiso. La leyenda tiene peso histórico. La historia es legendaria.
El 22 de noviembre se cumplieron 450 años de su descubrimiento. Para celebrarlo, se reeditan la primera crónica sobre el lugar, firmada por Vicuña Mackenna, y “La justicia de los Maurelio”, novela de Jorge Inostroza. Además, la escritora Maura Brescia, que visitó hace 50 años la isla y devino fernandeciana, publica un relato histórico-cultural del mundo que inspiró a Daniel Defoe su más famoso personaje: Robinson Crusoe. |
Al menos es lo que ocurre con Juan Fernández, esa parte del territorio chileno ubicada 670 kilómetros mar adentro, parte de la Región de Valparaíso, conformada por las islas Robinson Crusoe y Alexander Selkirk, además de algunos islotes, el más importante: Santa Clara. Ya el nombre de las islas da cuenta de la naturaleza real y ficticia del lugar.
La primera, que hasta 1966 se llamaba Más a Tierra, lleva el del inmortal náufrago creado por Defoe en 1719, quien pasa 28 años aislado; la otra, alguna vez conocida como Más Afuera, recuerda al corsario que fue abandonado en ese rincón, que vivió allí, solo, cuatro años y cuatro meses, entre 1704 y 1709, conocido desde entonces como el Solitario, y que inspiró a Defoe su novela. “Corsarios buscando refugio, fortificaciones españolas del siglo XVII, personajes novelescos, tesoros escondidos, reos comunes y relegados políticos. Todo eso y mucho más hay en el imaginario del pueblo fernandeciano”, dice la periodista y escritora Maura Brescia de Val en “Juan Fernández: islas de navegantes”.
“Su aislamiento en medio del océano Pacífico ha despertado la imaginación y la pasión de escritores, exploradores, científicos, novelistas, artistas y todo aquel que hizo de la isla su tesoro”.
El libro, un repaso de la historia y de las historias del archipiélago, incluida la de la autora, que vive allí, acaba de ser publicado por Rapanui Press, con apoyo del Fondo Nacional de Fomento del libro y la Lectura, para conmemorar los 450 años de su descubrimiento.
Llega a librerías acompañado de otros dos títulos, dos rescates: “Juan Fernández: historia verdadera de la isla de Robinson Crusoe”, de Benjamín Vicuña Mackenna, la primera crónica sobre ese mundo, con todos los matices que quepa hacer a la palabra “verdadera” cuando se trata del historiador y exintendente de Santiago; y “La justicia de los Maurelio: un drama en las islas de Juan Fernández”, la novela familiar y judicial, basada en hechos reales, de Jorge Inostroza.
Eduardo Ruiz-Tagle, fundador y editor de Rapanui Press, lee estos libros como “las bases para conocer la historia del archipiélago y el alma fernandeciana”. El de Vicuña Mackenna relata desde el descubrimiento de las islas hasta su colonización, época de piratas y grandes aventuras.
La novela de Inostrosa “nos adentra en la vida cotidiana de un colono en estas tierras volcánicas, en tiempos sangrientos y peligrosos”. Mientras que en el de Brescia está toda la historia y la magia, 450 años, incluidos grabados y fotografías, algunas de ellas patrimoniales.
Al cine con lluvia. Marzo de 1973; enviada por un programa de televisión y acompañada de su filmadora, Maura Brescia aterrizó en el aeródromo de la isla mayor del archipiélago. “Recorrí con la mirada los parajes donde Alexander Selkirk vivió su soledad”, recuerda.
Fue subyugada por la magia de sus paredes verdes, por las olas acariciantes, por la exuberante naturaleza: “Muchos nombres bullían en mi pensamientos, Juan Fernández, Alexander Selkirk, Lord Cochrane, Lord Anson, sus valientes colonizadores, entre estos, un gran impulsor, el barón Alfred de Rodt”. Pero algo la interrumpió: “Mis pensamientos y el paisaje se desvanecieron detrás de una silueta que se convirtió en mi compañero de vida”.
Se refiere a José de Val, un isleño. “El 27 de marzo de 1973, al subir al muelle, avisté la silueta de un hombre de mirada profunda y barba frondosa. A partir de ese vital instante, comenzó nuestro romance de cuatro décadas de felicidad.
José me enseñó a amar esa tierra de hombres aventureros y mujeres empoderadas, con quien aprendí que el Solitario navegante también puede existir en pleno siglo XXI”.
Así comenzó su relación con Juan Fernández, donde aún vive. Y que antes del libro que nos convoca supo de otros dos: “Mares de leyenda” y “Selkirk/Robinson, el mito“.
“Nuestro más celebrado logro fue la instalación de una proyectora cinematográfica en el gimnasio local. La novedad que atrajo a los isleños durante el lluvioso invierno. Muchos de ellos nunca habían visto cine”, cuenta Brescia.
“Al atardecer, las familias descendían desde los cerros, abrigados con ponchos y alumbrados con chonchonas, lámparas construidas con tarros de leche que protegían frágiles llamas de ráfagas huracanadas de apasionado viento que acariciaba casi permanentemente la isla. Las películas llegaban del continente enviadas en los pocos aviones que viajaban durante la estación invernal”.
Tenía razón Vicuña Mackenna, parece, cuando dijo que en Juan Fernández se hacen realidad la historia, el mito, la leyenda. Brescia lo pone así: “Es un paisaje verde azulado alzado desde el fondo del mar por poderosas fuerzas tectónicas y volcánicas. Cuando los miles de volcanes se apagaron, sus laderas se animaron de vidas muy reales cargada de historias, mitos y leyendas”.
Es a la vez una persona y el archipiélago que lleva su nombre, agrega: “Un piloto que navegaba apegado a la costa, sin perder de vista sus montes y radas de abrigo, luchando cada día contra los vientos y las frías corrientes, guareciéndose cada noche, en travesías que duraban seis meses para llevar sus preciadas cargas desde el Callao a Penco”.
En una de esas odiseas, hace 450 años, el piloto se atrevió a perder de vista la costa y así, “afianzándose en sus conocimientos sobre vientos y corrientes, sobre las estrellas y sus rudos instrumentos para guiarse por ellas”, descubrió las islas.
Cuando los miles de volcanes se apagaron, sus laderas se animaron de vidas muy reales cargadas de historias, mitos y leyendas”. Maura Brescia. |
“Lo tildaron de brujo, fue sometido a los terribles juicios de la Inquisición, que podían llevarle a la hoguera”, relata Brescia. “El y Alexander Selkirk, el brujo y el Solitario, son los primeros navegantes de mis libros, ambos son mucho más de todo lo que se pueda escribir sobre ellos.”
Cazar chivos. Es 1994, han pasado veintiún años desde el viaje que hizo de Brescia una fernandeciana. Eduardo Ruiz-Tagle hace su propio viaje, uno que definirá su carrera y futuro como diseñador y editor: “Fui invitado a participar en una expedición de la National Geographic y Conaf a la isla Marinero Alejandro Selkirk. El objetivo era seguir la ruta del botánico Johow y tratar de encontrar el aparentemente extinto árbol del sándalo”, cuenta.
“La isla presenta profundos acantilados de un kilómetro de vertical filo, su parte más alta, el monte Los Inocentes, tiene 1650 metros; es una isla impresionante, cuyas cumbres en invierno se cubren de nieve”.
La expedición iba a durar un mes, pero el barco que debía recogerlos tuvo desperfectos técnicos en Valparaíso, lo que, sumado a problemas económicos, impidió que partiera.
“Estuvimos casi tres meses aislados, y ya sin víveres, debimos sobrevivir cazando chivos salvajes, aquellos que los piratas dejaron abandonados como fuente de carne cuando se servían de las islas como apoyo. La tnecia de armas estaba prohibida, por lo que debíamos cazar con perros y cuchillos.
La pesca era muy difícil, ya que entraba el invierno y las olas azotaban las abruptas costas con gran fuerza. Un avión de la Armada nos tiró comida por paracaídas, que solo nos duró una semana. Luego, debimos seguir cazando hasta que finalmente la Armada obligó al barco a emprender nuestro rescate”. Tras una experiencia así, no sería raro que alguien no quisiera saber nada más del archipiélago. Ruiz-Tagle, en cambio, quedó enganchado: “Esta aventura me marcó de tal manera que al año siguiente regresé, terminé mi proyecto de título como diseñador gráfico, que versaba sobre la historia de la isla, una exposición fotográfica itinerante, que luego llevé a un folleto y fue la primera publicación de la naciente editorial Rapanui Press”.
“Siempre me gustaron las aventuras en la naturaleza y la historia”, aclara Ruiz-Tagle, como queriendo explicar su fascinación con Juan Fernández, no a pesar, sino que debido a ese varamiento.
“Para mí, el archipiélago es una mezcla perfecta entre flora, fauna, historia, magia y un pueblo de colonos navegantes muy especial. Recorrer las selvas, acantilados y cascadas de Robinson o Selkirk son una aventura incomparable. Tradiciones como la caza del chivo salvaje, la pesca de la incomparable langosta, el bacalao o la vidriola, manjares que echo profundamente de menos, así como disfrutar de una flora que nos remonta a los profundos bosques valdivianos, o bucear junto a lobos marinos de dos pelos, muy similares a las focas, curiosos y amistosos, son experiencias que añoro volver a disfrutar”.
Hay algo de Selkirk en lo que dice Ruiz-Tagle y en cómo lo dice. El corsario, ya rescatado y reinstalado en el Viejo Mundo, escribió en su diario: “¡Oh, mi amada isla!, ¿por qué te abandoné?”.
“El archipiélago que conocí en los años 80 y 90 era otro mundo al de ahora”, advierte Ruiz-Tagle. “Había solo un par de vuelos semanales de avionetas durante el verano, que aterrizaban en una irregular pista de tierra entre dos acantilados, y casi ningún vuelo en invierno, solo la visita de un barco cada dos o tres meses. Sin teléfono ni televisión, una verdadera dimensión paralela al Chile continental”.
“Antes de quedarnos abandonados, yo ya llevaba varios años de investigación, me quedaba por dos meses al año en las islas, y el último año lo pasé íntegro allá, casi me quedé a vivir, pero la vida tenía otros rumbos para mí”.
Maura Brescia sí se quedó. Al preguntarle si “soledad” es una buena palabra para decir “Juan Fernández”, contesta: “Indudablemente lo fue en el universo solitario de Selkirk. Hoy es un entorno verde azulado con una vigorosa comunidad humana, vegetal y animal, separados del continente por 670 kilómetros de mar. Hay aviones, más y mejores barcos, telefonía, radio, televisión e internet. Hoy la palabra es distancia”.
“El pueblo fernandeciano –responde Ruiz-Tagle-es un grupo de esforzada gente de mar que ya lleva un siglo pidiendo mayor atención al continente”. Eduardo Ruiz-Tagle. |
¿Chile debe mirar más, ocuparse más de Juan Fernández? “El pueblo fernandeciano” responde Ruiz-Tagle “es un grupo de esforzada gente de mar que ya lleva un siglo pidiendo mayor atención al continente.
“Lo que me sucedió en Selkirk durante aquella expedición es un claro ejemplo de lo sufrida que puede ser la vida en una isla que, pese a estar tan solo a 670 kilómetros de las costas, está, en la realidad operativa y política, mucho más lejos de los 5.000 kilómetros de RapaNui. El costo de la vida, el transporte por vía aérea es un tema de prioritaria necesidad de solución. El precio del viaje a la isla es de un millón de pesos, algo realmente surrealista. Por otro lado, los niños siguen estudiando en un container de emergencia desde el tsunami que asoló la isla tras el último terremoto, en febrero de 2010; aún siguen allí”.
“Esta y otras necesidades son reflejo de políticas que no han sabido llevar el merecido bienestar a esta gente esforzada, que hace patria en un punto estratégico de nuestro mar, y que merecen más atención”.
“Un todo debe ser una fructífera relación entre sus partes –complementa Brescia–, Chile es mucho más si se entrelazan el continente, sus islas y su mar.
Como dice un marino, navegante: nuestro país no limita al oeste con el océano Pacífico, limita con Asia, Japón, la Polinesia, y todo lo que existe más allá del horizonte”.