EL PRESIDENTE Y LA VIOLENCIA
Carlos Peña
El Mercurio, Columnistas, 02/10/2022
En su discurso en el Encuentro Anual del Comercio, el Presidente Boric hizo un llamado a “no naturalizar la violencia”. ¿Qué quiere decir esa expresión?
Aparentemente el llamado a no naturalizar la violencia parece un sinsentido, puesto que la violencia está inscrita en lo más profundo de nuestra naturaleza, a tal extremo que ella brota con más facilidad e inmediatez que todas las actitudes que conforman eso que llamamos cultura.
La violencia, podría decirse, es natural, ¿cómo desconocerlo?
En efecto, es más fácil y espontáneo agredir y causar heridas a otro que detenerse a curarlas; insultar o arrojar piedras que dialogar y emitir palabras; imponer la propia fuerza en vez de sostener razones o atender a ellas.
Así entonces pareciera que negarse a naturalizar la violencia —lo que acaba de decir el Presidente Boric— es más bien una invitación a desconocer el lugar que la violencia posee en la existencia humana.
Se trataría, en suma, de un error.
Pero no es así. Y el llamado del Presidente tiene —esta vez— la razón de su lado.
Porque ocurre que los seres humanos no solo contamos con una tendencia natural a la violencia, sino que también contamos con la capacidad de discernir reflexivamente si acaso debemos seguirla o en cambio resistirla: podemos elegir entre obedecer las pulsiones que nos invitan a golpear o a herir o a zarandear al prójimo o, en cambio, desobedecerlas.
”El llamado del Presidente Boric a no naturalizar la violencia es una forma de reivindicar la cultura, de invitar a ejercer las formas, los modales, los ritos, que apaciguan el fondo de violencia que habita en toda sociedad. Pero un llamado no es suficiente”. |
Esto último, según una muy larga tradición, es propio de lo humano. En los animales hay una cierta línea de continuidad entre el impulso y la acción. A la pulsión que lo invade (el hambre, la amenaza), sigue la conducta (comer, huir).
Los humanos, en cambio, somos capaces de interponer entre el impulso y la acción un momento reflexivo que se resume en una pregunta: ¿debo hacer aquello a lo que este impulso me invita? Ese rasgo propiamente humano es el que explica a la moral y al derecho. Ese escrutinio al que podemos someter nuestros deseos o pulsiones es algo propiamente humano.
Es cierto, la violencia es natural; pero justamente porque es natural los seres humanos, al menos aquellos que quieren mantener su humanidad en pie, deben esforzarse por no ceder a la naturaleza violenta que habita en cada uno. Y en vez de eso, deben traicionar esa naturaleza mediante un esfuerzo reflexivo que precipita en un conjunto de reglas y de valores que llamamos cultura.
Negarse a naturalizar la violencia equivale, pues, a recordar que existe la cultura, que hay reglas que deben orientar la acción de las personas, reglas que si se transgreden dan lugar a un castigo que —paradójicamente— también se aplica mediante la violencia o la fuerza, solo que mediante la fuerza ejercida sobre la base de reglas.
Así entonces el llamado a no naturalizar la violencia es otra forma de reivindicar la cultura, de invitar a ejercer las formas, los modales, los ritos, que apaciguan el fondo de violencia que, cuando se rasga la delgada tela de la cultura o la civilización, brota repentino e indomable.
Pero el llamado del Presidente —una buena frase— se olvidará muy pronto. A menos que esté acompañado de acciones y políticas. ¿Cuáles?
Las más obvias —solo son dos— son las que siguen.
Hay, desde luego, que recuperar en la esfera educativa la autoridad del profesor o profesora. Sin el respeto al profesor, al rol que ejerce, y a lo que dice, es imposible que las personas, los más jóvenes, aprendan a dominar sus pulsiones. Educar (Freud lo dice hasta el hartazgo) equivale hasta cierto punto a enseñar a reprimir los impulsos (por eso observa que la cultura nos parece siempre insatisfactoria).
Pero, desgraciadamente, durante mucho tiempo se ha expandido la idea de que educar es exactamente lo opuesto: estimular a que la mera espontaneidad de las personas fluya, a que los estudiantes encuentren por sí mismos el conocimiento, olvidando que la educación es en parte importante una tradición: equivale al acto mediante el cual los viejos entregan (eso significa etimológicamente la palabra tradición) la cultura a las nuevas generaciones.
Y junto a lo anterior es necesario que el Estado cumpla su papel. ¿Cuál es este? Administrar la homeopatía de la fuerza o la violencia.
La violencia de los particulares, ejercida sin reglas, solo se cura (este es el sentido del Estado moderno) mediante la fuerza ejercida por el Estado. La violencia se cura (para decirlo exageradamente) con violencia regularmente administrada.
Esto exige al Presidente (y a sus ministros) abandonar toda culpa a la hora de administrar el monopolio de la fuerza que caracteriza (o debe caracterizar) al Estado. Desgraciadamente, durante largo tiempo, el propio Presidente (todo hay que decirlo) ha preferido explicar la violencia en vez de simplemente condenarla.
En el Presidente coexisten una genuina actitud pacífica (es cosa de recordar cuando fue objeto de escupitajos y agresiones en el Parque Forestal, que él resistió con paciencia evangélica) con una actitud podría decirse sociológica frente a la violencia (su tendencia a explicarla por la injusticia estructural).
Es hora de que asuma una tercera actitud: la del político que sabe que si él no controla la violencia, otros (y no necesariamente los mejores) lo harán.
Un aporte del Director de la Revista UNOFAR, Antonio Varas Clavel
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