Industria de Defensa y
Estrategia Nacional:
Una Responsabilidad
Ineludible del Estado

La historia nos recuerda con crudeza que la guerra, lejos de desaparecer, es una constante entre los seres humanos. Cualquier libro de historia que abramos nos mostrará conflicto tras conflicto en distintos continentes y épocas. En los últimos 50 años, pocas semanas han estado exentas de enfrentamientos, siendo el siglo XX el más sangriento. Si nos focalizamos en los últimos tres años, desde Gaza y Ucrania hasta los ataques entre Irán e Israel, queda claro que el siglo XXI está lejos de ser pacífico. Aunque el general Rupert Smith (2005) sostuvo en The Utility of Force que las guerras industriales tradicionales eran cosa del pasado, la realidad actual ha ampliado su diagnóstico. En cambio, Colin Gray (2005), en su libro Another Bloody Century, advertía con mucho realismo que no debíamos dejarnos seducir por ingenuas esperanzas, pues este siglo sería, otra vez, sangriento. Me atrevería a decir que ambos tienen algo de razón. Estamos presenciando un verdadero “cóctel” de guerras con conflictos industriales mezclados con irregulares e híbridos, donde coexisten soldados, artillería, bombardeos, drones, hackers y propaganda. Actores con distintas visiones del poder están utilizando herramientas más hacia el Hard Power y Sharp Power que en el Soft Power.
Uno de los aspectos más relevantes hoy es el uso de tecnologías avanzadas desarrolladas por los propios actores beligerantes, algo que también advierte Colin Gray. En Ucrania hemos visto enjambres de drones, inteligencia artificial para seleccionar blancos y guerra electrónica a una escala que antes solo imaginábamos en laboratorios. En el “conflicto de los 12 días” entre Irán e Israel fue impresionante ver cómo Israel ejecutó una operación aérea precisa y coordinada contra sitios de enriquecimiento de uranio y luego interceptó casi todos los cientos de drones y misiles balísticos lanzados por Irán, gracias a una red integrada de defensa aérea y espacial que incluye sistemas como el Arrow, Honda de David, Iron Dome y radares de última generación. Estados Unidos, por su parte, mostró una capacidad militar única en el mundo con ataques orquestados desde bombarderos B-2 y misiles Tomahawk lanzados desde submarinos nucleares, complementados con maniobras deceptivas y diplomáticas. En consecuencia, lo que para muchos parecería ciencia ficción o un videojuego hoy es realidad, gracias a décadas de inversión en I+D, alianzas tecnológicas y planificación seria entre socios estratégicos.
Estados Unidos e Israel no logran estos niveles de protección sólo porque tengan recursos, sino porque asumen con responsabilidad el contrato social con sus ciudadanos, donde uno cede parte de su libertad a cambio que el Estado le devuelva seguridad. Por lo tanto, invierten en defensa porque entienden que proporcionar seguridad no es un gasto, sino un deber irrenunciable del Estado, para garantizar un entorno libre de amenazas que permita el desarrollo individual y colectivo de su pueblo. Ambos países desarrollan capacidades propias y, cuando es necesario, forjan alianzas sólidas y coherentes con una estrategia nacional de largo plazo.
En nuestro caso, Chile debería fortalecer su industria de defensa y cumplir cabalmente con ese mismo contrato social. No estamos exentos de riesgos. Tenemos una geografía que nos da grandes oportunidades y recursos naturales, pero también enormes desafíos regionales y globales. Nuestra economía abierta al mundo con un comercio marítimo que supera el 94% de intercambio comercial y nuestra estabilidad nos impulsan a contar con una industria de defensa local sólida con capacidades propias, pero también con socios estratégicos confiables, que puedan suministrarnos componentes, sistemas y conocimiento que aún no estamos en condiciones de generar en el país.Es importante comprender que desarrollar capacidades estratégicas no se logra en cuatro años, ni siquiera en ocho. Requiere visión de Estado, continuidad política y técnica, y consensos básicos que superen las coyunturas electorales. Lo mismo ocurre con las alianzas estratégicas, pues forjarlas toma tiempo, pero mantenerlas exige algo aún más escaso, como lo es la confianza, un bien que se forja a fuego lento y se puede perder con rapidez. Las alianzas estratégicas están por encima de ideologías o intereses personales. Incluso por encima de los gobiernos que solo administran el Estado por cuatro años. Es lo que marca la diferencia entre un mandatario y un estadista.
Cuando hablamos de sistemas tecnológicos de defensa, tales como aeronaves, radares, misiles, buques, tanques o ciberdefensa, la dependencia de aliados estratégicos dispuestos a apoyarnos en las buenas y en las malas puede durar muchas décadas. Romper una alianza estratégica sin argumentos sólidos, que implique dejar sin disponibilidad sistemas de armas críticos, debería ser motivo de un profundo cuestionamiento político. Significa debilitar las capacidades estratégicas del país y hacer un uso poco responsable de los recursos públicos al abandonar, prematuramente, capacidades planificadas para durar entre 30 y 40 años.
Antes de renunciar a alianzas estratégicas, deberíamos contar con una planificación seria para el desarrollo de la industria nacional de defensa, capaz de asegurar soporte logístico permanente, independencia operativa y ser además un motor de innovación científica y tecnológica. Un buen ejemplo de este enfoque es el Plan Nacional Continuo de Construcción Naval y la reciente Política Nacional de Construcción Naval, firmada por el actual gobierno. Para poder construir en Chile buques de combate como fragatas, es mandatorio elegir, en un plazo prudente, a un socio estratégico confiable para lograr todas las externalidades positivas que se esperan en este tipo de proyectos de muy largo plazo. En la misma línea, el Sistema Nacional Satelital y la Política Nacional Espacial (firmada en el primer gobierno de Sebastián Piñera) comenzarán a mostrar frutos con la inauguración del Centro Espacial Nacional a fines de este año, consolidándose como una gran oportunidad para fortalecer la industria de defensa nacional y aeroespacial de la mano con universidades y centros de investigación.
Si bien algunas empresas nacionales como Famae, Asmar, Enaer y sus filiales S2T, Sisdef y DTS, respectivamente, llevan varias décadas construyendo sistemas en Chile, todavía no existe un compromiso estatal para invertir significativamente en I+D en las empresas nacionales de defensa para consolidar la independencia tecnológica y logística en áreas clave como sistemas de armas, sensores, vehículos no tripulados, satélites, ciberdefensa y muchas otras capacidades que podríamos desarrollar en nuestro país.
Finalmente, así como Estados Unidos, Israel o Ucrania han invertido en I+D para lograr la seguridad de sus pueblos, nosotros deberíamos inspirarnos en las lecciones que nos dejan los conflictos actuales. La paz no se garantiza con buenas intenciones, sino con planificación de largo plazo, inversión sostenida en capacidades estratégicas, alianzas estratégicas responsables y una industria de defensa robusta que pueda apoyarnos en tiempos complejos. La seguridad nacional no se improvisa, debe ser un compromiso real y permanente del Estado con sus ciudadanos como parte del contrato social.